La geografía del inframundo, un viaje guiado
Introducción
La palabra infierno viene del latín infernum o inferus (por debajo de, lugar inferior, subterráneo), y está en relación con las palabras Seol (hebreo) y Hades (del griego). Según muchas religiones, es el lugar donde después de la muerte son torturadas eternamente las almas de los pecadores. Es equivalente al Gehena del judaísmo, al Tártaro de la mitología griega, al Helheim según la mitología nórdica y al Inframundo de otras religiones.
En la teología católica, el infierno es una de las cuatro postrimerías del hombre. No se le considera un lugar sino un estado de sufrimiento. En contraste con el infierno, otros lugares de existencia después de la muerte pueden ser neutros (por ejemplo, el Sheol judío), o felices (por ejemplo, el Cielo cristiano).
Los textos que siguen, tienen dos características. Describen la geografía del inframundo, por una parte; por la otra, este viaje presenta un guía. Este guía, suele explicar las cosas que el viajero ve para que pueda entenderlas y tener así un entendimiento mayor del universo y de sí mismo como parte de ese universo.
Los textos que leeremos son fragmentos extraídos del libro de Enoc, de la tradición hebreo-judía y de la Divina Comedia, de la tradición humanística medieval europea. Cada uno de los textos tiene un sentido de justicia, de visión del futuro, cuando la configuración actual del mundo sea cambiada por la intervención directa de la divinidad. Presentan una polaridad infranqueable en la definición de la historia del mundo: los buenos serán salvados y los malvados serán castigados. el arrepentimiento de las acciones desviadas de la justicia divina y su expiación es la única posibilidad de salvación. El cambio de rumbo, debe realizarse mientras se vive en el plano terrenal.
Enoc
Introducción
La primera parte del Libro de Enoc describe la caída de los Vigilantes, los ángeles que engendraron a los Nefilim. El resto del libro describe las visitas de Enoc al cielo en forma de viajes, visiones y sueños, y sus revelaciones. El libro consta de cinco secciones principales bastante distintas:
El libro de los vigilantes (1 Enoc 1–36)
El libro de las parábolas de Enoc (1 Enoc 37–71) (también llamado Similitudes de Enoc)
El Libro Astronómico (1 Enoc 72–82) (también llamado el Libro de las Luminarias Celestiales o Libro de Luminarias)
El libro de las visiones de los sueños (1 Enoch 83–90) (también llamado el Libro de los sueños)
La epístola de Enoc (1 Enoc 91–108)
La mayoría de los estudiosos creen que estas cinco secciones fueron originalmente obras independientes6 (con diferentes fechas de composición).
El viaje por el infierno
Palabras de bendición con las que bendijo Enoc, hijo de Jared y padre de Matusalén a los elegidos justos que vivirán en el día de la tribulación, cuando serán rechazados todos los malvados e impíos, mientras los justos serán salvados.
Sariel, uno de los vigilantes, destinado para mostrarme las cosas ocultas a los mortales me llevó y vi los tesoros de los vientos, y vi que, con ellos, Él ha adornado toda la creación y los cimientos de la tierra; y vi también la piedra angular de la tierra y los cuatro vientos que sostienen la tierra y el firmamento; vi como los vientos extienden el velo del cielo en lo alto y cómo tienen su puesto entre el cielo y la tierra: son las columnas del cielo; vi los vientos que hacen girar y que conducen por las órbitas del sol y de los astros en sus estancias; vi los vientos que sostienen las nubes sobre la tierra; vi los caminos de los ángeles; vi en los confines de la tierra el firmamento en lo alto.
Después fui al sur y vi un sitio que ardía día y noche, en donde se encontraban siete montañas de piedras preciosas, tres del lado oriental y tres del lado del mediodía. Así, entre las que estaban en el oriente, una era de piedra multicolor, una de perlas, y la otra de piedras medicinales; y las que estaban en el sur eran de piedra roja. La del medio se elevaba hasta el cielo como el trono del Señor y la parte alta del trono era de zafiro.
Yo vi un fuego ardiente, y más allá de esas montañas está una región donde termina la gran tierra, y ahí culminan los cielos. Luego me fue mostrado un profundo abismo entre columnas de fuego celeste, y vi en él columnas de fuego que descendían al fondo y cuya altura y profundidad eran inconmensurables; y más allá de este abismo vi un sitio sobre el cual no se extendía el firmamento, bajo el cual no había tampoco cimientos de la tierra; sobre el que no había ni agua ni pájaros, sino que era un lugar desierto y terrible.
Allí vi siete estrellas parecidas a grandes montañas, que ardían, y cuando pregunté sobre esto, el ángel me dijo: “Este sitio es el final del cielo y de la tierra; ha llegado a ser la prisión de las estrellas y de los poderes del cielo. Las estrellas que ruedan sobre el fuego son las que han transgredido el mandamiento del Señor, desde el comienzo de su ascenso, porque no han llegado a su debido tiempo; Él se irritó contra ellas y las ha encadenado hasta el tiempo de la consumación de su culpa para siempre, en el año del misterio.
He aquí los nombres de los santos ángeles que vigilan: Uriel, uno de los santos ángeles, llamado el del trueno y el temblor; Rafael, otro de los santos ángeles, el de los espíritus de los humanos; Rauel, otro de los santos ángeles, que se venga del mundo de las luminarias; Miguel, otro de los santos ángeles, encargados de la mejor parte de la humanidad y del pueblo; Sariel, otro de los santos ángeles, encargado de los espíritus de los hijos de los hombres que pecan en espíritu; Gabriel, encargado del paraíso, las serpientes y los querubines; Remeiel, otro de los santos ángeles, al que Dios ha encargado los resucitados.
Después volví hasta donde todo era caótico; y allá vi algo horrible: no vi ni cielo en lo alto ni tierra firme fundamentada, sino un sitio informe y terrible.
Vi allí cuatro estrellas del cielo encadenadas que parecían grandes montañas ardiendo como fuego. Entonces pregunté: ¿Por qué pecado están encadenadas y por qué motivo han sido arrojadas acá? Uriel el Vigilante y el Santo que estaba conmigo y me guiaba, me dijo: Enoc ¿por qué preguntas y te inquietas por la verdad? Esta cantidad de estrellas de los cielos son las que han transgredido el mandamiento del Señor y han sido encadenadas aquí hasta que pasen diez mil años, el tiempo impuesto según sus pecados.
Desde allí pasé a otro lugar más terrible que el anterior y vi algo horrible: había allá un gran fuego ardiendo y flameando y el lugar tenía grietas hasta el abismo, llenas de columnas descendentes de fuego, pero no pude ver ni sus dimensiones ni su magnitud ni haría conjeturas. Entonces dije: ¡Qué espantoso y terrible es mirar este lugar! Contestándome, Uriel el Vigilante y el Santo, que estaba conmigo me dijo: Enoc, ¿por qué estás tan atemorizado y espantado? Le respondí: Es por este lugar terrible y por el espectáculo del sufrimiento. Y él me dijo: Este sitio es la prisión de los ángeles y aquí estarán prisioneros por siempre.
Desde allí fui a otra parte, a una montaña de roca dura; había ahí cuatro pozos profundos, anchos y muy lisos. Y dije: ¡Qué lisos son estos huecos y qué profundos y oscuros se ven! En ese momento, Rafael el Vigilante y el Santo, que estaba conmigo, me respondió diciendo: Estas cavidades han sido creadas con el siguiente propósito; que los espíritus de las almas de los muertos puedan reunirse y que todas las almas de los hijos de los hombres se reúnan ahí. Así pues, esos son los pozos que les servirán de cárcel; están hechos para tal cosa, hasta el día en que sean juzgados hasta momento del gran juicio que se les hará el último día.
Vi allí al espíritu de un hombre muerto acusando, y su lamento subía hasta el cielo, gritando y acusando. Entonces pregunté a Rafael el Vigilante y el Santo, que estaba conmigo: ¿De quién es este espíritu que está acusando que se queja de tal modo que sube hasta el cielo gritando y acusando? Me respondió diciendo: Este es el espíritu que salió de Abel, a quien su hermano Caín asesinó; él lo acusa hasta que su semilla sea eliminada de la faz de la tierra y su semilla desaparezca del linaje de los hombres. Entonces pregunté observando todos los pozos: ¿Por qué están separados unos de otros? Me respondió diciendo: Esos tres han sido hechos para que los espíritus de los muertos puedan estar separados. Así una división ha sido hecha para los espíritus de los justos, en la cual brota una fuente de agua viva. Y así ha sido hecha ésta para los transgresores cuando mueren y son sepultados y no se ha ejecutado juicio contra ellos en vida. Aquí sus espíritus serán colocados aparte, para esta gran pena, hasta el día del gran juicio y castigados y atormentados para siempre quienes merecen tal retribución por sus espíritus. Esta división ha sido separada para quienes presentan su queja y denuncian su destrucción cuando fueron asesinados en los días de los pecadores. También ha sido hecha ésta para los espíritus de los hombres que no fueron justos sino pecadores, para todos los transgresores y los cómplices de la trasgresión; que en el día del juicio serán afligidos fuera de allí, pero no serán resucitados desde allí.
Entonces bendije al Señor de Majestad y dije: Bendito sea el juicio de justicia y bendito sea el Señor de Majestad y Justicia que es el Señor del mundo.
Enoc vivió trescientos sesenta y cinco años entre los humanos. Después de estas cosas, Enoc desapareció de entre los mortales. El Eterno lo llevó consigo, no le permitió ver la muerte ni descender al Seol.
Dante
Introducción
¿Quién es Dante Alighieri? Dante Alighieri, bautizado Durante di Alighiero degli Alighieri (Florencia, c. 29 de mayo de 1265-Rávena, 14 de septiembre de 1321), fue un poeta italiano, conocido por escribir la Divina comedia, una de las obras fundamentales de la transición del pensamiento medieval al renacentista y una de las cumbres de la literatura universal.
La Divina comedia es una epopeya alegórica en tercetos encadenados escrita entre 1304 y su muerte, considerada como una de las obras maestras de la literatura italiana y mundial. Numerosos pintores de todos los tiempos crearon ilustraciones sobre ella, destacándose entre ellos Sandro Botticelli, Gustave Doré y Salvador Dalí. Dante la escribió en el dialecto toscano, matriz del italiano actual, que se utilizó entre los siglos XI y XII. La obra se divide en tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso.
Cada una de sus partes está dividida en treinta y tres cantos, a su vez compuestos de tercetos. La composición del poema se ordena según el simbolismo del número tres (número que simboliza la trinidad sagrada, Padre, Hijo y Espíritu Santo, así como también, el número tres simboliza el equilibrio y la estabilidad en algunas culturas, y que también tiene relación con el triángulo y la perfección): tres personajes principales, Dante, que personifica al ser humano, Beatriz, que personifica a la fe, y Virgilio, que personifica a la razón. El poema puede leerse según los cuatro significados que se atribuyen a los textos sagrados: literal, moral, alegórico y anagógico. En este poema, Dante hace gala de un gran poder de síntesis que es característico de los grandes poetas.
Dante, modestamente, tituló Comedia a la obra pues, de acuerdo con el esquema clásico, no podía ser una tragedia, ya que su final era feliz.
Los cantos que leeremos a continuación, son fragmentos de la primera parte de este libro.
La divina comedia - Infierno
CANTO PRIMERO:
Proemio general, el descamino, la falsa vereda y el seguro guía
A la mitad del camino de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto. ¡Cuán penoso me sería decir los salvajes, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi temor, tan triste que la muerte no lo es tanto! Pero antes de hablar del bien que allí encontré, revelaré las demás cosas que he visto. No sabría decir fijamente como entré allí; tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero camino. Pero al llegar al pie de una pendiente, donde terminaba el valle que me había llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba y vi su cima revestida ya de rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos. Entonces, se calmó en algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi corazón durante la noche que pasé con tanta angustia; y del mismo modo que aquel que, saliendo adelante fuera del piélago, al llegar a la playa se vuelve hacia las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo aún, se volvió hacia atrás para mirar el trayecto del que no salió nunca nadie vivo. Después, cuando di algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo por la solitaria pendiente. Al poco rato, aparecióseme una pantera, de rápidos movimientos y cubierta de manchada piel. No se quitaba de mi vista, sino que interceptaba de tal modo mi camino que me volví muchas veces para retroceder. Era el tiempo en que apuntaba el día y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que estaban con él, cuando el amor divino imprimió el primer movimiento a todas las bellas cosas de la creación. Hora y estación tan dulces me daban motivo para augurar bien la pintada piel de aquella fiera, pero no tanto que no me infundiera terror el aspecto de un león, que a su vez se me apareció. Figuróseme que venía hacia mí, con la cabeza alta y con un hambre tan rabiosa que hasta el aire parecía temerle. Siguió a este una loba que, en medio de su delgadez, parecía cargada de deseos; loba que ha obligado a vivir miserablemente a mucha gente. El fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación que perdí la esperanza de llegar a la cima. Y así como el que se deleita en atesorar se entristece cuando sufre una pérdida y las horas en todos sus pensamientos, así se me sucedió con aquella inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco me empujaba hacia donde el sol se oculta. Mientras yo retrocedía hacia el valle se presentó a mi vista uno que por su prolongado silencio parecía mudo. Cuando lo vi en aquel gran desierto:
– Ten piedad de mí -le dije -, quien quiera que seas, sombra u hombre verdadero.
– Ya no soy un hombre -me respondió-, pero lo he sido. Mis padres fueron lombardos y ambos tuvieron a Mantua por patria. Nací bajo Julio, aunque algo tarde, viví en Roma bajo el mando del buen Augusto, en tiempos de los dioses falsos y engañosos. Fui poeta y canté a aquel justo hijo de Anquises, que escapó después del incendio de la soberbia Ilión. Pero, ¿por qué te entregas de nuevo a tu aflicción?, ¿por qué no asciendes al delicioso monte que es causa y principio de todo goce?
– ¡Oh!, ¿eres tú aquel Virgilio, aquella fuente que derrama tan ancho caudal de elocuencia? -le pregunté ruboroso -. ¡Ah!, honor y antorcha de los demás poetas! Válgame para contigo el prolongado estudio y el grande amor con que he leído y meditado tu obra. Tú eres mi maestro y mi autor predilecto, tú solo eres aquel de quien he imitado el bello estilo que me ha dado tanto honor. Mira esa fiera que me obliga a retroceder: líbrame de ella, famoso sabio, porque a su aspecto se estremece en mis venas y late con precipitación mi pulso.
– Te conviene seguir otra ruta -respondió al verme llorar- si quieres huir de este sitio salvaje. Porque esa fiera que te hace prorrumpir en tantas lamentaciones no deja pasar a nadie por su camino, sino que se opone a ello matando al que tanto se atreve. Su instinto es tan malvado y cruel que nunca ve satisfechas sus ambiciosos deseos, y después de comer tiene más hambre que antes. Muchos son los animales a quien se une, y serán aún muchos más hasta que venga el Lebrel y la haga morir entre dolores. Este no se alimentará de tierra ni de oro y su patria estará en Feltro y Feltro. Será la salvación de esta humilde Italia, por quien murieron de sus heridas la Virgen Camila, Euríalo y Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad hasta que la haya arrojado al Infierno, de donde en otro tiempo la hizo salir la Envidia. Ahora, por tu bien, pienso y veo claramente que debes seguirme; yo seré tu guía y te sacaré de aquí para llevarte a un lugar eterno, donde oirás aullidos desesperados; verás a los espíritus dolientes de los antiguos condenados que esperan entre gritos la segunda muerte. Verás después a los que también están entre las llamas, pero contentos porque esperan cuando llegue la ocasión, tener un puesto entre los bienaventurados. Si quieres después subir hasta estos últimos, te acompañará en ese viaje un alma más digna que yo, y te dejaré con ella cuando yo parta, porque el emperador que reina en las alturas no permite que se entre en su ciudad por mediación mía, porque fui rebelde a su ley. Él impera en todas partes y reina allá arriba; así esta su ciudad y su alto solio. ¡Oh, feliz aquel a quien elige para habitar en su Reino!
– Poeta -le contesté-, te requiero, por ese Dios a quien no has conocido, que me hagas escapar de este mal y de otro peor. Condúceme a donde has dicho para que yo vea la puerta de San Pedro ir a los que, según dices, están desolados.
Entonces, se puso en marcha y yo seguí tras él.
CANTO TERCERO:
La puerta del infierno. El vestíbulo de los ignavos y el paso del Aqueronte
“Por mí se va a la ciudad del llanto, por mí se va al eterno dolor, por mí se va hacia la raza condenada. La justicia movió a mi Supremo hacedor. El Divino poder, la suma Sabiduría, y el Primer amor me hicieron. Antes de mí no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal, y yo, a mi vez, duraré eternamente. ¡Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!”.
Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé:
– Maestro, el significado de estas palabras me causa miedo.
Y él, como hombre lleno de prudencia, me contestó:
– Conviene abandonar aquí todo temor, conviene que aquí termine toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente que ha perdido el bien de la inteligencia.
Y después de tomarme de la mano, con rostro alegre que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que apenas hube dado un paso me puse a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas acompañadas de palmadas producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente oscuro, como la arena impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:
– Maestro, ¿qué es lo que oigo y qué gente es esta, que parece dominada por el dolor?
– Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio -me respondió-; están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que vivieron para sí. El cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermosos, pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que podrían reportar a los demás culpables.
– Maestro -repuse- ¿que creó el dolor les hace lamentarse tanto?
– Te lo diré brevemente. Estos no esperan morir y su ceguera es tanta que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo y tanto la misericordia como la justicia los desprecian. Pero no hablemos de ellos, si no míralos y pasa adelante.
Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan deprisa que parecía desdeñosa del menor reposo; tras ella venía tanta muchedumbre que no hubiera creído que la muerte hubiera destruido a tan gran número. Después de haber reconocido a algunos miré más fijamente y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia. Comprendí inmediatamente y adquirir la certeza de que aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que no supieron vivir nunca, estaban desnudos y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y avispas que por allí había, las cuales hacían correr por sus rostros la sangre que mezclada con sus lágrimas era recogida a sus pies por gusanos.
Habiendo dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un río, por lo cual dije:
– Maestro, revélame porque ahí parecen estos tan ansiosos de atravesar el río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.
– Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del Aqueronte.
Entonces, avergonzado y con los ojos bien bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando: “¡Ay de vosotros, almas perversas! no esperéis ver nunca el cielo. vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú, alma viva, que te presentas aquí, aléjate de entre esas que están muertas”. Pero cuando vio que yo no me movía, dijo: “Llegarás a la playa por otra orilla, por otro puerto, mas no por aquí. Para llevarte se necesita una barca más ligera”.
Y mi guía le dijo:
– Carón, no te irrites. Así ha sido dispuesto allí, donde se puede todo lo que se quiere. Y no preguntes más.
Entonces se aquietaron las velludas mejillas del barquero de las lívidas lagunas, que tenía círculos de llamas alrededor de sus ojos. Pero aquellas almas, que estaban desnudas y fatigadas, no bien oyeron tan terribles palabras, cambiaron de color, rechinando los dientes, blasfemando de Dios, de sus padres, de la especie humana, del sitio y del día de su nacimiento, de la prole de su prole y de sus descendientes. Después se retiraron todas juntas, llorando fuertemente hacia la orilla maldita en donde se espera a todo aquel que no teme a Dios. Carón, con los ojos de ascuas, haciendo una señal, las fue reuniendo, golpeando con su remo a las que se rezagaban; y así como el otoño van cayendo las hojas unas tras otras hasta que las ramas han devuelto a la tierra todos sus despojos , del mismo modo la malvada raza de Adán se lanzaba una a una desde la orilla aquella señal, como un pájaro que acude al reclamo. De esta suerte se fueron alejando por las negras ondas; pero antes de que hubieran saltado a la orilla opuesta se reunió otra nueva muchedumbre en la que aquellas habían dejado.
– Hijo mío -me dijo el cortés maestro- los que mueren en la cólera de Dios acuden aquí de todos los países y se apresuran a atravesar el río, espoleados de tal suerte por la justicia divina, que su temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un alma pura; por lo cual, sí Carón irrita contra ti, ya conoces el motivo de sus desdeñosas palabras.
Apenas hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña que el recuerdo del espanto que sentí aún me inunda la frente de sudor. De aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre sorprendido por su sueño.
CANTO CUARTO.
Primer círculo: el Limbo. Niños inocentes, patriarcas y hombres ilustres de la antigüedad
Interrumpió mi profundo sueño un trueno tan fuerte que me estremecí como hombre a quién se despierta a la fuerza. Me levanté y dirigiendo una mirada en derredor mío, fijé la vista para reconocer al lugar en que me hallaba. Vime junto al borde del triste abismo de dolor, en que resuenan infinitos ayes confundidos en un solo fragor. El abismo era tan profundo, oscuro y nebuloso que en vano fijaba mis ojos en su fondo, pues no distinguía cosa alguna.
– Ahora descendamos allá abajo, al tenebroso mundo -me dijo el poeta, muy pálido- yo iré primero y tú detrás de mí.
Yo, que había advertido su palidez le respondí:
– ¿Cómo he de ir yo, si tú, que sueles desvanecer mis incertidumbres, te atemorizas?
Pero él repuso:
– La angustia de los desgraciados que están ahí abajo refleja en mi rostro una piedad que tú tomas por temor. Vamos pues, que la longitud del camino exige que nos apresuremos.
Y sin decir más penetró y me hizo entrar en el Primer Círculo que rodea el abismo. Allí, según pude advertir, no se oían quejas sino sólo suspiros que hacían temblar la eterna bóveda y que procedían de la pena sin tormento de una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños. El buen maestro me dijo:
– ¿No me preguntas qué espíritus son los que estamos viendo? Quiero pues, que sepas, antes de seguir adelante, que éstos no pecaron y aunque han ganado méritos en la vida no fueron suficiente, pues no recibieron el agua del bautismo que es la puerta de la fe que forma tu creencia. Y si vivieron antes del cristianismo, no adoraron a Dios como debían. Yo también soy uno de ellos. Por tal falta y no por otra culpa estamos condenados. Nuestra pena consiste en vivir un deseo sin esperanza.
Un gran dolor afligió mi corazón cuando oí esto, porque conocía a personas de mucho mérito que estaban suspensas en el limbo.
Dime, Maestro y señor mío -le pregunté para afirmarme más en esta fe que triunfa sobre todo error- ¿alguna de esas almas ha podido, bien por sus méritos o por los de otro, salir del limbo y alcanzar la bienaventuranza?
Y él, que comprendió mis palabras encubiertas y oscuras respondió:
– Yo era recién llegado a este sitio, cuando vi venir a un Ser poderoso coronado con la señal de la Victoria. Hizo salir de aquí el alma del Primer padre, y la de Abel, su hijo, y la de Noé, la del legislador Moisés, la del obediente patriarca Abraham y la del Rey David; a Israel con su padre y con sus hijos, y a Raquel porque quien aquel hizo tanto, y a otros muchos a quienes otorgó la bienaventuranza; pues debes saber que antes de ellos, no se salvaban almas humanas.
Mientras así hablaba no dejábamos de andar, sino que seguíamos atravesando la espesa selva que formaban los espíritus apiñados. Aún no estábamos muy lejos de la entrada del abismo cuando vi un resplandor que triunfaba del hemisferio de las tinieblas: nos encontrábamos todavía a bastante distancia, pero no tanta que no pudiera yo distinguir que aquel sitio estaba ocupado por personas dignas.
– ¡Oh, tú, que honras toda ciencia y todo arte! ¿quiénes son esos, cuyo valimiento debe ser tanto que así están separados de los demás?
– La honrosa fama que aún se conserva de ellos en el mundo que habitas los hace acreedores a esta gracia del cielo que de tal suerte los distingue -me respondió.
Entonces oí una voz que decía: “Honrad al sublime poeta; ¡he aquí su alma, que se había separado de nosotros!”. Cuando calló la voz, vi venir a nuestro encuentro a cuatro grandes sombras, cuyos rostros no manifestaban tristeza ni alegría. El buen maestro comenzó a decirme:
Mira aquel que tiene una espada en la mano y viene a la cabeza de los otros tres, como su señor. Este es Homero, poeta soberano. El otro es el satírico Horacio. Ovidio es el tercero y el último Lucano. Cada cual merece, como yo, el nombre que antes pronunciaron unánimes; me honran y hacen bien.
De ese modo vi reunida la hermosa compañía de aquel príncipe del sublime canto que vuela como el águila sobre todos los demás.
Después de haber estado conversando entre sí un rato, se volvieron hacia mí dirigiéndome un amistoso saludo, qué hizo sonreír a mi maestro y concediéndome después la honra de admitirme en su compañía, de suerte que fui el sexto entre aquellos grandes genios. Así fuimos andando hasta donde estaba la luz, hablando de cosas que es bueno callar, como bueno era hablarlas en el sitio en que nos encontrábamos. Llegamos al pie de un noble Castillo, rodeado siete veces de altas murallas y defendido todo alrededor por un bello riachuelo. Pasamos sobre este como sobre tierra firme y atravesando siete puertas con aquellos sabios llegamos a un prado de fresca verdura. Así había personajes de mirada tranquila y grave, cuyos semblantes revelaban una gran autoridad, hablaban poco y con voz suave. Nos retiramos luego hacia un extremo de la pradera, a un sitio despejado, alto y luminoso, donde podían verse todas aquellas almas. Allí, en pie sobre el verde esmalte, me fueron señalados los grandes espíritus cuya contemplación me hizo estremecer de alegría. Vi a Elektra, a Héctor y a Eneas, después a César a Camila a Pentesilea y vi al rey Latino, vi a Bruto, a Lucrecia, a Julia, a Marcia y a Cornelia y a Saladino; además vi a Sócrates y a Platón, a Demócrito, a Diógenes, a Anaxágoras y a Tales. No me es posible acordarme de todos, porque me arrastra el largo tema que he de seguir y muchas veces las palabras son breves para el asunto. Bien pronto la compañía de seis queda reducida a dos: mi sabio guía me conduce por otro camino fuera de aquella inmovilidad hacia un aura temblorosa, y llegamos a un punto privado totalmente de luz.
CANTO OCTAVO.
Quinto círculo: los irascibles. Flegias y la ciudad de Dite
Mucho antes de llegar al pie de la elevada torre nuestros ojos se fijaron en su parte más alta a causa de dos lucecitas que allí vimos y otra más que se correspondía con estas dos pero desde tan lejos que apenas podía distinguirse. Entonces, dirigiéndome hacia el mar de toda ciencia, dije:
– ¡Qué significan estas llamas?, ¿Qué responde aquella otra y quiénes son los que hacen esas señales?
– Sobre esas aguas fangosas puedes ver lo que ha de venir, si es que no te lo ocultan los vapores del pantano- me respondió.
Jamás cuerda alguna despidió una flecha que corriese por el aire con tanta velocidad como una navecilla que vi surcando las aguas en nuestra dirección, gobernada por un solo remero, que gritaba: “¿Has llegado ya, alma vil?”.
– Flegias, Flegias, gritas en vano esta vez -dijo mi guía- no nos tendrás en tu poder más tiempo que el necesario para pasar la Laguna.
Flegias, conteniendo su cólera, hizo lo que un hombre a quien descubren que ha vivido víctima de un engaño, ocasionándole esto un despecho profundo. Mi guía saltó a la barca y me hizo entrar en ella tras él; pero aquella barca no pareció ir cargada hasta que recibió mi peso. En cuanto ambos estuvimos dentro, la antigua prueba partido, trazando en el agua una estela más profunda de lo que solía cuando llevaba a otros pasajeros.
Cerca de la orilla vino a herir mis oídos un lamento doloroso, por lo cual mire con más atención a mi alrededor. El buen maestro me dijo:
-Hijo mío, ya estamos cerca de la ciudad que se llama Dite; sus habitantes son criminales y su número es grande.
– Ya distingo en el fondo del Valle sus torres enrojecidas -respondí-, como si salieran de entre llamas.
– El fuego eterno que interiormente las abraza les comunica el rojo color qué ves en ese bajo infierno -respondió.
Al fin entramos en los profundos fosos que siguen a aquella desolada tierra. Las murallas me parecían de hierro. Llegamos, no sin haber dado antes con un gran rodeo, a un sitio en el que el barquero nos dijo en voz alta: “Salid, he aquí la entrada”. Vi sobre las puertas más de mil espíritus caídos del cielo como una lluvia que decían con ira: “¿Quién es ese que sin haber muerto anda por el Reino de los muertos?” Mi sabio maestro hizo un ademán, expresando que quería hablarles en secreto. Entonces, contuvieron un poco su cólera y respondieron: “Ven tú solo, y que se vaya aquel que tan audazmente entró en este Reino. que se vuelva sólo por el camino que ha emprendido tan locamente; que lo intente, si sabe; porque tú, que lo has guiado por esa oscura comarca, te has de quedar aquí”.
Juzga, lector, sí estaría yo tranquilo al oír aquellas palabras malditas: no creí volver nunca a la tierra.
– ¡Oh, mi guía querido! Tú, que más de siete veces me has devuelto la tranquilidad y librado de los grandes peligros con que he tropezado, no me dejes -le dije- tan abatido. Si nos está prohibido avanzar más, volvamos inmediatamente sobre nuestros pasos.
Pero él me respondió:
– No temas, pues nadie puede cerrar el paso que Dios nos ha abierto. Aguárdame aquí, reanima tu espíritu abatido y alimenta una grata esperanza, que yo no te dejaré en este bajo mundo.
Enseguida se fue el dulce padre y me dejó solo. Permanecí en una gran incertidumbre, agitándose el sí y el no en mi cabeza.
No pude oír lo que les propuso, pero habló poco tiempo con ellos, y todos a una corrieron hacia la ciudad. Nuestros enemigos dieron con las puertas en el rostro a mi señor, que se quedó fuera y se dirigió lentamente hacia donde yo estaba. Tenía los ojos inclinados, sin dar señal de atrevimiento, y decía entre suspiros: “¿quién me ha impedido la entrada a la mansión de los Dolores?”. Y dirigiéndose a mí:
– Sí. Estoy irritado -me dijo-, no te inquietes. Yo saldré victorioso de esta prueba, cualesquiera sean los que se opongan a nuestra entrada. Su insolencia no es nueva; ya la demostraron ante una puerta menos secreta que se encuentra todavía sin cerradura. Ya has visto sobre ella la inscripción de muerte. Pero más acá de esa puerta, descendiendo la montaña y pasando por los círculos sin necesidad de guía, viene uno que nos abrirá la ciudad.
CANTO NOVENO.
Las puertas de Dite. Las tres furias. El mensajero celestial.
Aquel color que el miedo pintó en mi rostro cuando vi a mi guía retroceder hizo que en el suyo se desvaneciera más pronto su palidez. Púsose atento, como un hombre que escucha, porque las miradas no podían penetrar a través del denso aire ni de la densa y espesa niebla.
– Sin embargo, debemos vencer esta lucha -empezó a decir- si no… pero se nos ha prometido… ¡Oh, cuánto tarda en llegar el que tiene que venir!
Yo bien veía que ocultaba lo que había empezado a decir bajo otra idea que lo asaltó después, y que estas últimas palabras eran diferentes de las primeras. Sin embargo, su discurso me causó espanto, porque me parecía descubrir en sus entrecortadas frases un sentido peor del que en realidad tenían.
– ¿Ha bajado alguna vez al fondo de este triste abismo algún espíritu del primer círculo, cuya sola pena es la de estar sin esperanza y donde tú estás? -le pregunté.
– Rara vez sucede que ninguno ande el camino por donde yo voy. Es cierto que tuve que bajar aquí otra vez a causa de los conjuros de la cruel Ericton, que llamaba las almas a sus cuerpos. Hacía poco tiempo que mi carne estaba despojada de su alma cuando me hizo traspasar estas murallas para sacar a un espíritu del círculo de Judas. Ese círculo es el más profundo el más oscuro y el más alejado del cielo que lo mueve todo. Conozco bien el camino; por lo cual debes estar tranquilo. Esta Laguna, que exhala gran fetidez, ciñe entorno la ciudad del dolor, donde no podemos entrar si no vencemos su oposición.
Dijo, además, otras cosas que no he podido retener en mi memoria, porque me hallaba absorto mirando la alta torre de ardiente cúspide, donde vi de improviso aparecer rápidamente tres furias infernales, teñidas en sangre, las cuales tenían movimientos y miembros femeniles.
Estaban ceñidas de hidras verdosas y tenían por cabellos pequeñas serpientes y cerastas que circundaban sus horribles sienes. Y aquel que conocía muy bien a las siervas de la reina del dolor eterno me dijo:
– Mira las feroces Erinias. La de la izquierda es Megara, de siniestros aullidos; la que llora a la derecha es Alecto, y la del centro es Tisífona.
Después calló. Las furias se desgarraban el pecho con las uñas, se golpeaban con las manos y daban tan fuertes gritos que, por temor, me acerque más al poeta.
– Que venga Medusa y convertiremos a este en piedra -decían todas mirando desde arriba- hicimos mal en no vengarnos de la audaz entrada de Teseo.
– Vuélvete y cierra los ojos, porque si apareciese la gorgona y la vieses, no podrías jamás volver arriba. Así me dijo el maestro, volviéndome él mismo, y no fiándose de mis manos, me tapó los ojos con las suyas. ¡OH, vosotros que gozáis de sano entendimiento, descubrir la doctrina que se oculta bajo el velo de tan extraños versos!
Luego, me descubrió los ojos y dijo:
– Ahora dirige la potencia de su vista sobre esa antigua espuma, hacia el sitio en que el tufo es más maligno.
Como las ranas, que, al ver la culebra enemiga, desaparecen a través del agua hasta que se han reunido todas en el cieno, del mismo modo vi más de mil almas condenadas, huyendo de uno que atravesaba la estigia a pie enjuto. Alejaba de su rostro el aire denso extendiendo con frecuencia la siniestra mano hacia adelante, y sólo este fastidio parecía molestarle. Bien comprendí que era un mensajero del cielo, y volvíme hacia el maestro, pero este me indicó que permaneciese callado y me inclinara. ¡Ah, cuán lleno de dignidad me pareció aquel enviado celeste! Llegó a la puerta y la abrió con una varita sin encontrar obstáculo.
– ¡Oh, demonios arrojados del cielo, raza despreciable! -empezó a decir en el horrible umbral-. ¿Cómo habéis podido conservar vuestra arrogancia? ¿Por qué os resistís contra esa voluntad que no deja nunca de conseguir su intento y que ha aumentado tantas veces vuestros Dolores? ¿De qué os sirve luchar contra el destino? Vuestro Cerbero, si bien lo recordáis, aún tiene el cuello y el hocico pelados.
Entonces, se volvió hacia el cenagoso camino sin dirigirnos la palabra, semejante a un hombre a quien apremian y preocupan otros cuidados que no se relacionan con la gente que tiene delante. Y nosotros, confiados en las palabras santas, dirigimos nuestros pasos hacia la ciudad de Dite. Entramos en ella sin ninguna resistencia y como yo deseaba conocer la suerte de los que estaban encerrados en aquella fortaleza, empecé a dirigir escudriñador las miradas en torno a mí y vi por todos lados un gran campo lleno de dolor y de crueles tormentos.
CANTO UNDÉCIMO
Sexto círculo. Los herejes. Distribución de los condenados en el infierno
A la extremidad de un alto promontorio, formado por grandes piedras rotas y acumuladas en círculo, llegamos hasta una multitud de espíritus más cruelmente atormentados. Allí, para preservarnos de las horribles emanaciones y de la fetidez que despedía el profundo abismo, nos pusimos al abrigo de la losa de un gran sepulcro, donde vi una inscripción que decía: “Encierro al Papa Anastasio, a quien Fotino arrastró lejos del camino recto”.
– Es preciso que descendamos por aquí lentamente, a fin de acostumbrar de antemano nuestros sentidos a este triste hedor, y después no tendremos necesidad de precavernos de él -comentó mi maestro.
– Busca algún recurso para aprovechar el tiempo entre tanto -le requerí.
– Sabes que en ello pienso -me respondió-. Hijo mío -continuó- en medio de estas rocas hay tres círculos, que se estrechan gradualmente como los que hemos dejado atrás; todos están llenos de espíritus malditos; más para que después te baste sólo con verlos, oye cómo y por qué están aquí encerrados. La injuria es el fin de toda maldad que se atrae el odio del cielo, y se llega a este fin, que redunda en perjuicio de otros, bien por medio de la violencia, bien por medio del fraude, si se utiliza para ello la facultad propia del ser humano, qué es la razón. El fraude es pues, una maldad propia del hombre; por eso más desagradable a los ojos de Dios y por esta razón los fraudulentos están más abajo, entregados a un dolor más vivo. Todo el primer círculo lo ocupan los violentos, lugar que está además construido y dividido en tres recintos. Porque puede cometerse violencia contra tres clases de seres: contra Dios, contra sí mismo y contra el prójimo. Y no sólo contra las personas, sino también contra sus bienes, cómo lo comprenderás por estas claras razones. Se comete violencia contra el prójimo dándole muerte o causándole heridas dolorosas; y contra sus bienes, por medio de la ruina, el incendio o los latrocinios. De aquí resulta que los homicidas, los que causan heridas, los incendiarios y los ladrones están atormentados en el primer recinto. Un hombre puede haber dirigido su mano violenta contra sí mismo o contra sus bienes; justo es, pues, que purgue su culpa en el segundo recinto, sin esperar tampoco mejor suerte que aquel que por su propia voluntad se priva de vuestro mundo, juega o disipa sus bienes; por eso sufre eternamente en lugar de ser feliz. Puede cometer violencia contra la divinidad quien niega a Dios en el profundo de su corazón, quien blasfema y quien desprecia su bondad negando las leyes de la naturaleza. He aquí, porque el recinto más estrecho atormenta con su fuego a Sodoma y a Cahors y a todo el que, decepcionando a Dios, la injuria sin hablar desde el fondo de su corazón. El hombre puede emplear el fraude, que produce remordimiento en todas las conciencias, tanto con el que de él se fía como con el que desconfía de él. este último modo de usar el fraude parece que sólo quebranta los vínculos de amor que forma la naturaleza; por esta causa están encadenados en el segundo recinto los hipócritas, los aduladores, los hechiceros, los falsarios, los ladrones, los simoníacos, los rufianes, los barateros y todos los que se han manchado con semejantes e inmundos vicios. Por el primer tipo de fraude no sólo se olvida el amor que establece la naturaleza, sino también el sentimiento que le sigue, y de dónde nace la confianza. He aquí por qué en el círculo menor dónde está el centro de la tierra y donde se halla el asiento de Dite, yace eternamente atormentado todo aquel que ha cometido traición.
– Maestro -contesté- tus razones son muy claras y bien me da a conocer, por medio de tales divisiones, ese abismo y la muchedumbre que lo habita. Pero dime: los que están arrojados en aquella laguna cenagosa, los que agita el viento sin cesar, los que azota la lluvia y los que chocan entre sí lanzando tan estridentes gritos ¿por qué no son castigados en la ciudad de fuego, si se han atraído la cólera de Dios? Y si no se la han atraído ¿por qué se ven atormentados de tal suerte?
– ¿Por qué tu ingenio contra su costumbre delira tanto ahora? -Me contestó- ¿O es que tienes el pensamiento en otra parte? ¿No te acuerdas de aquellas palabras de Aristóteles en la ética, qué has estudiado en las que se trata de las tres inclinaciones que el cielo reprueba: la incontinencia, la malicia y la loca bestialidad, y de qué modo la incontinencia ofende menos a Dios y produce menor censura? Si examinamos bien esta sentencia, acordándote de los que sufren su castigo en los lugares que ya hemos recorrido, conocerás porqué están separados de estos otros felones y porque los atormenta la justicia divina a pesar de demostrarse con ellos menos ofendida.
– ¡Oh, Sol que sanas toda vida conturbada! -exclamé- Tal contento me das cuando desarrolla tus ideas, que sólo por eso me es tan grato preguntar cómo ser contestado. Vuelve atrás un momento y explícame de qué modo ofende la usura a la bondad divina; desvanece esta duda.
– La filosofía -me contestó- enseña en más de un punto al que la estudia que la naturaleza tiene su origen en la inteligencia divina y en su arte; y si consultas bien tu física, encontrarás sin necesidad de hojear muchas páginas, que el arte humano sigue cuanto puede a la naturaleza, como el discípulo a su maestro; de modo que aquél es como si fuera nieto de Dios. Partiendo pues, de estos principios, sabrás, si recuerdas bien el Génesis, que es conveniente sacar de la vida la mayor utilidad y multiplicar el género humano. El usurero sigue otra vía: desprecia la naturaleza y a su secuaz, y coloca su esperanza en otra parte. Ahora sígueme, que me place avanzar. Piscis sube ya por el horizonte; el carro se ve hacia aquel punto donde expira coro y lejos de aquí el alto promontorio parece que disminuye.
CANTO TRIGÉSIMO CUARTO
Noveno círculo. Los traidores. El cuarto recinto o Judesca, Lucifer y Judas Isacariote.
– Vexilla regis prodeunt inferi hacia nosotros. Mira adelante -dijo mi maestro- a ver si lo distingues.
Como aparece a lo lejos un molino, cuyas aspas hace girar el viento cuando éste arrastra una espesa niebla, o cuando anochece en nuestro hemisferio, así me pareció ver a gran distancia un artificio semejante; y luego, para resguardarme del viento, a falta de otro abrigo, me encogí detrás de mi guía. Estaba ya (con pavor lo digo en mis versos) en el sitio donde las sombras se hallaban completamente cubiertas de hielo y se transparentaban como paja en vidrio. unas estaban tendidas, otras derechas, aquellas con la cabeza, estás con los pies hacia abajo y otras, por fin, con la cabeza tocando los pies como un arco. Cuando mi guía creyó que habíamos avanzado lo suficiente para enseñarme la criatura que tuvo el más hermoso de los rostros, se colocó delante de mí e hizo que me detuviera.
– He aquí a Lucifer -me dijo – y he aquí el lugar donde es preciso que te armes de fortaleza.
No me preguntes, lector, si me quedaría entonces el lado izquierdo, no quiero escribirlo, porque siento que cuanto dijera sería poco. No quede muerto ni vivo; piensa en ti, por si tienes alguna imaginación, lo que me sucedería viéndome así privado de la vida sin estar muerto. El emperador del doloroso reino salía fuera del hielo desde la mitad del pecho. Mi estatura era más proporcionada a la de un gigante que la de cualquiera de esos gigantes en comparación con la longitud de los brazos de lucifer; juzga pues, cuál debía ser el todo que se correspondía a semejante parte. Sí, fue tan bello como deforme es hoy y osó levantar sus ojos contra su creador, de él debe proceder sin duda todo mal. ¡Oh! ¡Cuánto asombro me causó ver que su cabeza tenía tres rostros! Uno por delante que era de color bermejo, los otros se unían a este sobre el medio de los hombros y se juntaban por detrás en lo alto de la coronilla, siendo el de la derecha entre blanco y amarillo, según me pareció; el de la izquierda tenía el aspecto de los oriundos del Valle del Nilo. Debajo de cada rostro salían dos grandes alas, proporcionadas a la magnitud de tal pájaro; y no he visto jamás velas de buques comparables a aquellas: no tenían plumas, pues eran por el estilo las del murciélago y se agitaban de manera que producían tres vientos con los cuales se helaba todo el Cocito. Con seis ojos lloraba lucifer y por las tres barbas corrían sus lágrimas mezcladas de babas sanguinolentas. Con los dientes de cada boca trituraba un pecador, de suerte que hacía tres desgraciados a un tiempo. Los mordiscos que sufría el de adelante no eran nada en comparación de los rasguños que le causaban las garras de lucifer, dejándole a veces las espaldas enteramente desolladas.
– El alma que está sufriendo la mayor pena allá arriba -dijo el maestro- es la de Judas Iscariote, que tiene la cabeza dentro de la boca de Lucifer y agita fuera de ella las piernas. De las otras dos, que tienen la cabeza hacia abajo, la que pende de la boca negra es Bruto; mira cómo se retuerce sin decir una palabra. El otro, que tan tremebundo parece, es Casio. pero se acerca la noche y es hora ya de partida pues todo lo hemos visto.
Según le plugo, me abracé a su cuello. Aprovechó el momento y el lugar favorable y cuando las alas estuvieron bien abiertas agarro se a las velludas costillas de lucifer y de pelo en pelo descendió por entre el ilustre costado y las heladas costras. Cuando llegamos al sitio en que el muslo se desarrolla justamente sobre el grueso de las caderas, mi guía, con fatiga y con angustia, volvió su cabeza hacia donde aquél tenía las zancas, y se agarró al pelo como un hombre que trepa, de modo que yo creía que volvíamos al infierno.
– Sostente bien -me dijo, jadeando como un hombre cansado- que por esta escalera es preciso salir de la mansión del dolor.
Después, salió fuera por la hendidura de una roca y me sentó sobre el borde de la misma, poniendo junto a mí su pie prudente. Yo levanté mis ojos, creyendo ver a Lucifer como lo habría dejado, pero vi que tenía las piernas en alto. Sí, debí quedar asombrado, júzguelo el lector, que no sabe que es aquel por donde yo había pasado.
– Levántate -me dijo el maestro- la ruta es larga, el camino malo y ya el sol se acerca a la mitad de tercia.
El sitio donde nos encontrábamos no era como la galería de un Palacio, sino una caverna de mal piso y escasa luz.
– Antes que yo salga de este abismo, maestro mío -le dije al ponerme de pie- dime algo que me saque de confusiones. ¿Dónde está el hielo? ¿Cómo es que Lucifer está de ese modo invertido? ¿Cómo es que en tan poco tiempo ha recorrido el sol su carrera desde la noche a la mañana?
– ¿Te imaginas sin duda que estás aún al otro lado del centro donde me agarré al pelo de ese miserable gusano que atraviesa el mundo? -me contestó. Allá te encontrabas mientras descendíamos; cuando me volví, pasaste el punto hacia el hemisferio opuesto a aquel que cubre el árido desierto y bajo cuyo más alto punto fue muerto el hombre que nació y vivió sin pecado. Tienes los pies sobre una pequeña esfera que por el otro lado mira hacia la Judesca. Aquí amanece cuando allí anochece. Y este de cuyo pelo nos hemos servido como de una escalera permanece aún fijo del mismo modo que antes. Por esta parte cayó del cielo, y la tierra, que antes estaba en este lado, aterrorizada al verlo, se hizo del mar un velo y se retiró hacia nuestro hemisferio. y quizá también huyendo de él, quedo aquí este espacio vacío. Hay allá abajo una cavidad que se aleja tanto de lucifer cuánta es la extensión de su tumba; cavidad que no puede reconocerse por la vista, sino por el rumor de un arroyuelo que desciende por el cauce de un peñasco que ha perforado con su curso sinuoso y poco pendiente.
Mi guía y yo entramos en aquel camino oculto para volver al mundo luminoso; y sin concedernos el menor descanso subimos, él delante y yo detrás, hasta que pude ver por una abertura redonda las bellezas que contiene el cielo, y por así salimos para volver a ver las estrellas.