El pacto narrativo
Introducción
Pero una narración no es sólo qué cosas ocurren a quiénes les ocurren. Lo fundamental para una obra literaria es el procedimiento por el cual el lector se entera de los acontecimientos, su disposición narrativa y su concreta elocución. Alguien cuenta una historia a alguien. La actividad de contar, la narración como construcción discursiva de un narrador, como elección de una retórica particular, es el lugar de análisis de la teoría del discurso narrativo. En ella contemplaremos tanto los pactos narrativos (que fijan las relaciones del «alguien que cuenta» con el que escucha o lee), como lo que podríamos llamar las «figuras de la narración», el procedimiento retórico de esa disposición y elocución narrativa: la focalización o punto de vista, la voz, la modalidad de discurso elegido y la temporalidad que administra dicha narración.
La retórica de la ficción tiene algo interesante: que el autor de narraciones no puede escoger el evitar la retórica; solamente le es dado el elegir la clase de retórica que empleará. En efecto, el discurso de un relato es siempre una organización convencional que se propone como verdadera.
En el mundo de la ficción —y ese es uno de los datos de definición pragmática más atraídos— permanecen en suspenso las condiciones de «verdad» referidas al mundo real en que se encuentra el lector antes de abrir el libro. De entre las muchas aproximaciones y consecuencias que cabe hacer y deducir de esta suspensión de la realidad, nos vamos a interesar ahora por aquello conocido como “la contracción de un pacto narrativo”. Este pacto es el que define el objeto —la novela, cuento, etc— como verdad y en virtud del mismo el lector acepta y respeta las condiciones de enunciación-recepción que se dan en la obra. Decir que Cide Hamete Benengeli no tuvo ninguna responsabilidad en el Quijote es desestimar gravemente, como lectores la creación de Cervantes. No hay novela que no invite al lector a aceptar una retórica, un orden convencional por el que el autor, que nunca está propiamente como persona —quien escribe no es quien existe, decía R. Barthes—, acaba disfrazándose constantemente, cediendo su papel a personajes que a veces son muy distintos de sí.
Entrar en el pacto narrativo es aceptar una retórica por la que la situación enunciación-recepción que se ofrece dentro de la novela es distinguible de la situación fuera de la novela. En la primera, la retórica discursiva distingue entre narrador y autor y entre autor implícito y autor real. Ello es posible en virtud de unos signos de la narración, inmanentes al texto, por los cuales es necesario separar y no confundir a narrador con autor (quien da el libro). Igual ocurre en el plano de la recepción, donde es posible separar mi papel como receptor real del papel de los receptores que actúen dentro del texto como tales (narratarios). Hay acuerdo en todos los tratadistas acerca de la distinción entre autor/narrador y actor/narratario. Tanto el autor real como el lector real no son identificables en ningún caso con el narrador y el narratario, que son quienes en el relato actúan respectivamente de emisor-receptor y cuya identidad textual no es extrapolable a su identidad real-vital. Pero el desarrollo de la teoría retórica-narrativa en los últimos años ha introducido otras categorías no siempre aceptadas por la generalidad de los tratadistas. La modificación principal ha sido la distinción, debida originariamente a W. Booth entre autor real/autor implícito. Por otra parte, en el plano de la recepción ha ocurrido una extensión semejante al introducir W. Iser la noción de lector implícito que coincide en lo sustancial con el concepto de lector modelo de U. Eco.
Quiere decirse que en un momento dado la primitiva distinción entre autor/narrador no se considera suficiente y fue necesario hablar de una distinción —bien que diferente— entre autor real y autor implícito. Hacemos énfasis en que se trata de una distinción diferente porque hay autores que argumentan, no sin cierta razón, que tal distinción no tiene pertinencia narratológica; antes bien, sostienen, es una distinción que se proporciona en un nivel hermenéutico-general, externo a la retórica y organización narrativa del texto.
Veamos brevemente la definición de cada categoría:
1. Autor real-lector real. Sean cuales fueren las determinaciones textuales hay una realidad empírica que con nombres y apellidos es el autor del texto. Tal autor en este nivel se comporta como «quien existe» y su relación es la de producción de una obra que da a leer a otra instancia empírica, que es la del lector real, histórico. El análisis de las relaciones en este nivel es sociológico entre productor y consumidor. Es un nivel externo a la inmanencia textual.
2. Autor implícito no representado-lector implícito no representado. El autor implícito no representado es denominación que cubre la instancia creada por W. Booth. Sobre ésta se han ofrecido diferentes interpretaciones, porque para Booth el autor implícito es tanto el segundo-yo del autor, que obedece a esa distancia irónica de ocultación, de desdoblamiento de su responsabilidad, como la «imagen del autor» tal como ésta puede ser deducida por la lectura: «es el autor tal como se revela en la obra, depurado de sus rasgos reales y caracterizado por aquellos que la obra postula». En el plano de la recepción es igualmente operativa y llena de acierto la distinción entre lector real y lector implícito. De ahí la ulterior necesidad de separar el lector implícito, en las acepciones de W. Iser o Eco, al que llamaremos lector implícito no representado, del lector implícito representado, y ambas del narratario. El lector implícito no representado es un lector que el texto necesita para su existencia y que el proceso de lectura va estableciendo, aquel que colma las presuposiciones, que llena los vacíos y saca al texto de su indeterminación.
3. Autor implícito representado-lector implícito representado. Dentro ya de la codificación narratológica, estas dos categorías responden a instancias que el propio texto instaura y define como tales. El autor implícito representado puede ser definido como la figura que en el texto aparece como responsable de su escritura, como autor de la misma. Es Cide Hamete autor del Quijote, o Campuzano autor de El coloquio de los perros que lee Peralta. Esta instancia representa el autor codificado o representado en el texto como tal autor. Son de su responsabilidad los comentarios explícitos de autor, sus sobrejustificaciones y todas aquellas ocurrencias de la voz del texto que revelan la presencia de una instancia diferente de la del narrador y en la que éste puede juzgar la actividad del contar o corregir incluso la perspectiva de aquél. En la mayor parte de los relatos es muy difícil la separación del «autor implícito representado» del narrador, puesto que lo más común es que esta oposición (que conviene mantener en el nivel teórico, puesto que ofrece ejemplos visibles de personajes-autores) se halle neutralizada y sea el narrador el que ejerza la función del autor implícito representado. Pero el autor-compilador que aparece en La familia de Pascual Duarte es desde luego diferente de su narrador y Campuzano, autor del diálogo cervantino, no es ni Cipión ni Berganza, ni Cide Hamete es personaje identificable con el yo narrador del Quijote. El autor implícito representado queda definido, pues, como el responsable que el relato indica de la escritura-autoría del mismo; es un personaje diferente de esa «imagen de autor» del no representado y por supuesto de la del autor real.
En el plano de la recepción, el lector implícito representado es el lector inmanente que en el texto aparece como tal. Es el tú al que el texto está dirigido y con el que el yo (sea autor implícito representado o narrador) dialoga. Conserva como lector la memoria del relato y sólo puede conocer su desarrollo sometido a la linealidad del mismo. Peralta es lector implícito representado en El coloquio de los perros. La dificultad estriba en distinguir al lector implícito representado del narratario, toda vez que Prince atribuye al narratario buena parte de las funciones que acabamos de reservar para el lector implícito representado: ser memoria del texto, responder a las pseudo-preguntas, etc.
Yo he preferido designar con narratario exclusivamente al receptor inmanente y simultáneo de la emisión del discurso y que asiste dentro del relato a su emisión en el instante mismo en que ésta se origina. El nos de la siguiente frase: «nuestros sueños infantiles se desvanecen y nos convierten tantas veces en un recuerdo inútil de nuestra propia imagen» implica un narratario—que no aparece como lector—, pero que actúa colaborando explícitamente en el plano de la recepción con el narrador.
También es verdad que en la mayor parte de los relatos la oposición lector implícito representado-narratario está neutralizada. Si apunto su diferencia, es porque en algunos relatos se ofrece nítida.