Inquietud Literaria

Una oportunidad para expandir la experiencia creativa

El teatro neoclásico francés

Introducción

     El teatro neoclásico no tiene un punto fijo de inicio en la historia. Si bien el movimiento artístico conocido como Neoclasicismo tiene su momento declarativo en 1750 cuando el pintor francés Jacques Louis-David, presenta su obra El juramento de los horacios que condensa los pensamientos de ruptura de la época, ya a principios de 1600, Jean Racine escribía obras de teatro que llevaban el germen de los pensamientos y la estética neoclásica. 
      Hacia 1680 aparece una contracorriente opuesta al estilo cortesano y académico: es una oposición tanto a su actitud grandiosa y sus temas pretenciosos como a su supuesta fidelidad a los modelos clásicos. El cambio lo realiza en parte la aristocracia de ideas liberales y sentimientos antimonárquicos y en parte la alta burguesía.

Sobre la época del neoclasicismo

      El arte clasicista tendía a ser conservador y serio. Este resultó muy apropiado para la representación de ideologías autoritarias, pero el sentido de la vida de la aristocracia encontraba en sí una expresión más inmediata en el barroco sensualista y exuberante que en el sobrio y seco clasicismo. La burguesía de mentalidad racionalista y disciplinada y moderada, había preferido, por el contrario, las formas sencillas, claras y sin complicaciones del clasicismo y se sentía tan escasamente atraída por la confusa e informe imitación de la naturaleza como por el petulante arte imaginativo de la aristocracia. Su naturalismo se movía dentro de los límites relativamente estrechos, y habitualmente se restringía al retrato racionalista de la realidad sin contradicciones internas.
      En el clasicismo griego o en el de Giotto la fidelidad a la naturaleza no era entendida nunca como incompatible con la concentración formal; solo en el arte de la aristocracia cortesana, la forma se impone a expensas de la naturalidad, y solo en él, se la concibe como una imitación y una barrera. Pero el clasicismo representó una tendencia expresiva y naturalista como un estilo típicamente burgués. En cualquier caso, sobrepasó los límites tanto de la concepción artística burguesa como de los presupuestos del naturalismo. El arte de Raicine y Claudio de Lorena es clasicista sin ser burgués ni naturalista, especialmente por el trabajo del contenido de sus obras en relación con algunos tópicos de las leyes y costumbres de la antigüedad greco-latina.
      La gente de aquella época comenzó a percibir cada vez más inaceptable que los lugares de las escenas de un drama ocurren en distintas casas, ciudades y países puedan estar separados por una simple decoración, y que el breve intervalo entre los actos deba representar días, meses, años. Sobre la base de tales consideraciones racionalistas comienza a considerarse que una actuación dramática es tanto más verosímil cuanto más breve sea el tiempo en que se desarrolla realmente y más uniforme sea el lugar en que la acción real se representa. En consecuencia se reduce la duración de los acontecimientos y la distancia entre las escenas con el propósito de conseguir una ilusión más perfecta, y se realiza una aproximación gradual a la forma más palmaria de ilusionismo: la identificación del tiempo real de la representación con el tiempo imaginario de la acción. Las unidades surgen de una exigencia enteramente naturalista, y para los dramaturgos de la época representan los criterios de verosimilitud dramática.
      El hecho de que el clasicismo naturalista no haya sido nunca tan predominante en las artes plásticas como en el drama tiene su explicación en que la burguesía francesa estaba mucho menos ligada con la pintura que con el teatro y en que no disponía aún de los medios necesarios para ejercer semejante influencia. En el drama, el clasicismo burgués se impuso totalmente con sus tres unidades (tema, tiempo y espacio). La aristocracia que estaba bajo la influencia de España tuvo que superar su inclinación hacia lo aventurero, extravagante y fantástico, y someterse a los criterios estéticos de la burguesía sobria y nada pretenciosa, lo cual no ocurriría sin que la aristocracia modificara esta concepción según convenía a sus propios propósitos e intereses. Mantuvo la armonía, la regularidad y la naturalidad del clasicismo burgués, puesto que la nueva etiqueta cortesana prohibió todo lo estridente, lo ruidoso y lo caprichoso.
      Esta tendencia artística siguió evolucionando y ganando adeptos hasta que, hacia 1750, se desató una nueva reacción pictórica. Los elementos progresistas se representaron, frente a la orientación dominante, un ideal artístico que tuvo un carácter racionalmente clasicista, donde la reducción de las formas, la línea recta y todo lo que poseyera alguna significación tectónica se realizó de manera más consecuente, y se acentuó lo típico y normativo.
      El origen sociológico es tan difícil de decidir porque nunca se había desarraigado totalmente la tradición del antiguo clasicismo barroco. El arte de la época de la Revolución se distinguió del clasicismo anterior sobre todo en que con él consiguió el predominio definitivo de la concepción artística rigurosamente formal, que representa la consumación definitiva de la evolución que había durado trescientos años.
      Los representantes de la revolución escogieron este clasicismo como el estilo más acorde con su ideología. Lo decisivo de la elección no fue la cuestión del gusto y de la forma sino la consideración de cuál de los modelos existentes era el más adecuado para representar del modo más eficaz posible la ética de la Revolución con sus ideales patriótico-heroicos, sus virtudes cívicas romanas y sus ideas republicanas de libertad. Amor a la libertad y a la patria, heroísmo y espíritu de sacrificio, rigor espartano y autodominio estoico, sustituyeron aquellos conceptos morales que la burguesía había desarrollado en el curso de su ascenso económico, y que finalmente, se habían debilitado y socavado tanto que la burguesía había podido convertirse en uno de los sustentadores más importantes de la cultura del arte Rococó.
       David se convirtió en el adelantado y el más grande representante del arte pictórico clasicista, hay que atribuirlo al cambio de significación que había padecido el clasicismo, a consecuencia de lo cual había perdido su carácter estetizante. Junto con él, aunque no del todo contemporáneo, Jean Racine y sus obras teatrales, como Fedra y Berenice, entre otras.
        Con la Revolución el arte se convierte en una confesión de fe política y entonces por primera vez se encarece de manera bien expresiva que el arte no debe ser un mero adorno de la estructura social sino una parte de sus fundamentos. Debe instruir y perfeccionar, espolear a la acción, dar el ejemplo. Debe ser puro, verdadero, inspirador, debe contribuir a la felicidad del público en general y convertirse en posición de toda la nación.
      El verdadero designio del arte de la Revolución no era extender la participación del arte a las clases excluidas del privilegio de la cultura, sino modificar la sociedad, hacer más hondo el sentimiento de comunidad y despertar la conciencia de las conquistas revolucionarias. En lo sucesivo el cultivo del arte constituyó un elemento de gobierno y disfrutó entonces de una atención solo prestada a los asuntos importantes del Estado.

Berenice

(Jean Racine)

PERSONAJES
Tito, emperador de Roma.
Berenice, reina de Palestina.
Antíoco, rey de Comagene.
Paulino, confidente de Tito.
Arsacio, confidente de Antíoco.
Fenecia, confidente de Berenice.
Rutilo, romano.
Sequito de Tito.

La acción en Roma, en un gabinete que está entre las habitaciones de Tito y las de Berenice.

ACTO PRIMERO – ESCENA PRIMERA – ANTÍOCO, ARSACIO

Antíoco. — Detengámonos un momento. Bien veo, Arsacio, que la pompa de estos lugares es nueva a tus ojos. A menudo, este soberbio y solitario gabinete es depositario de los secretos de Tito. Es aquí donde algunas veces, ocultándose de su corte, viene hablarle de amor a la reina. Esta puerta está próxima a su departamento y esta otra conduce al de la reina. Ve a ella, dile que a riesgo de importunarla, me atrevo a suplicarle una entrevista secreta.
Arsacio. — ¿vos, importuno, señor? Vos, el fiel amigo que tan generosamente se interesa por ella? ¿Vos, este Antíoco antaño su enamorado? ¿Vos, a quien el Oriente cuenta entre sus más grandes reyes? iCómo! ¿Es que el título de prometida de Tito pone tanta distancia entre ella y vos?
Antíoco. — Ve, te digo; y sin querer meterte en otros asuntos, a ver si puedo hablarle en seguida sin testigos

ESCENA II

Antíoco. — iY bien! ¿Eres el mismo de siempre, Antíoco? ¿Podré decirle, sin temblar: Te quiero? Pero ya tiemblo y mi corazón agitado, teme el momento que tanto he ansiado. Berenice me quitó antes toda esperanza y me impuso un eterno silencio. He callado cinco años, y hasta hoy he cubierto mi amor con un velo de amistad. ¿Debo creer que por el trono al cual Tito la eleva, me escuche mejor que en Palestina? Él la desposa. ¿He esperado este momento para venir a declararme su enamorado? ¿Qué fruto me traerá una confesión tan temeraria? iAh! Puesto que es preciso partir, marchemos sin disgustarla; retirémonos, salgamos, y sin descubrirnos, vamos, lejos de su vista, a olvidar o a morir… iY qué…sufrí siempre un tormento que ella ignora? iDerramar siempre llantos que debo devorar! iY además de perderla, he de temer su enojo! Bella reina, ¿por qué os ofenderíais? ¿Acaso vengo a pediros que renunciarais al Imperio y que me amaseis? iHe aquí, que no vengo más que a deciros que después de haber acariciado largo tiempo la idea de que mi rival encontraría algún fatal obstáculo a sus pretensiones, hoy, que lo puede todo, que vuestro himeneo está próximo, como infortunado ejemplo de una larga constancia, después de cinco años de amor y de superflua esperanza, me voy todavía fiel, aun cuando nada espero. En vez de ofenderse, ella podrá compadecerme. Sea lo que sea, hablemos; basta ya de contradecirnos. ¿Qué puede temer iay!, un amante sin esperanzas que está resuelto a no verla jamás?

ESCENA III – ANTÍOCO, ARSACIO

Antíoco. — Arsacio, ¿entraremos?
Arsacio. —Señor, he visto a la reina; pero para hacerme ver, a duras penas he atravesado ese mar de adoradores que su próxima grandeza a su paso atrae. Tito después de ocho días de austero retiro, cesa al fin de llorar a su padre Vespasiano. Este amante vuelve a los cuidados de su amor y, si se creen las hablillas de la corte, es posible que antes de la noche la feliz Berenice cambie el nombre de reina por el de emperatriz.
Antíoco. — iAy de mí!
Arsacio. — ¿Es que mis palabras han podido turbaros?
Antíoco. — ¿Así, pues, no es posible hablarle sin testigos?
Arsacio. — La veréis, señor. Berenice está informada de que vos queréis verla a solas y sin séquito. La reina, con una mirada, se ha dignado advertirme de que accedía a vuestra solicitud. Sin duda aguarda el momento favorable para desaparecer de los ojos de una corte que la agobia.
Antíoco. —Está bien. Entre tanto, ¿no has olvidado las importantes órdenes que te he encargado?
Arsacio. — Señor, conocéis mi pronta obediencia. Los bajeles, armados en Ostia con diligencia, prestos a zarpar del puerto de un momento a otro, no esperan más que vuestras órdenes de marcha. Pero ¿a quién queréis enviar a Comagene?
Antíoco. — Arsacio, es preciso marchar en cuanto haya visto a la reina.
Arsacio. — ¿Quién marchará?
Antíoco. — Yo. Arsacio. ¿Vos?
Antíoco. — Saliendo de palacio, salgo de Roma, Arsacio, y salgo para siempre.
Arsacio. — Estoy sorprendido, y sin duda con razón. ¡Cómo! Hace mucho tiempo, señor, la reina Berenice os arranca del seno de vuestros Estados; después de tres años de estar en Roma, detenidos vuestros pasos por su presencia, cuando esta reina, asegurada su conquista, os aguarda como testigo de tan ilustre fiesta; cuando el amoroso Tito, convirtiéndose en su esposo, le reserva un esplendor que refleja sobre vos…
Antíoco. — Déjala gozar de su fortuna, Arsacio, y termina una conversación que me importuna.
Arsacio. —Os comprendo, señor. Esas mismas dignidades han hecho a Berenice ingrata a vuestras bondades. La enemistad sucede a la amistad traicionada.
Antíoco. —No, Arsacio; jamás le he tenido menos odio.
Arsacio. — ¿Es que el nuevo emperador, demasiado imbuido ya de su grandeza, os ha menospreciado? ¿Algún presentimiento de su indiferencia os hace salir de Roma para evitar su presencia?
Antíoco. —Sería una equivocación el quejarme de Tito, que conmigo no ha variado nada. Arsacio. — ¿Por qué partir, pues? ¿Qué capricho os vuelve enemigo de vos mismo? El cielo pone en el trono a un príncipe que os ama; un príncipe que, testigo antaño de vuestros combates, os vio buscar la muerte y la gloria siguiendo sus pasos, el valor del cuál, secundado por vuestros cuidados, impuso, en fin, el yugo a la rebelde Judea. Aún hoy recuerda el célebre y doloroso día en que se decidió la suerte de un largo y dudoso sitio. Desde sus triples murallas, los enemigos contemplaban tranquilamente, sin peligro, nuestros inútiles asaltos. El ariete, impotente, los amenazaba en vano. Vos solo, señor, vos solo con una escalera en la mano, les llevasteis la muerte a sus murallas. La luz de aquel día pudo alumbrar vuestros funerales. Tito os abrazó cuando estabais moribundo entre mis brazos, y todo el campo vencedor lloraba ya vuestra muerte. Ahora es el tiempo, señor, de recoger el fruto de toda aquella sangre que os vieron derramar. Si poseído del deseo de volver a vuestros Estados, dejáis de vivir en donde no reináis, ¿es necesario que el Éufrates os vuelva a ver sin los debidos honores? Para partir, esperad que el césar os envíe triunfante y cargado de títulos soberanos, que la amistad de los romanos añade a los reales. ¿Nada puede, señor, cambiar vuestro parecer? ¿No me respondéis?
Antíoco. — ¿Qué quieres que diga? Espero entrevistarme un momento con Berenice.
Arsacio. — ¿y bien, señor?
Antíoco. —Su suerte decidirá de la mía.
Arsacio. — ¿Cómo?
Antíoco. — Espero que ella explique claramente lo de su himeneo. Si sus palabras concuerdan con la voz pública, si es verdad que Tito ha hablado, que la desposa y que la eleva al trono de los césares, me marcho.
Arsacio. —Pero ¿qué es lo que a vuestros ojos hace tan funesto este matrimonio?
Antíoco. — Cuando hayamos marchado, te diré el resto.
Arsacio. — ¡En qué turbación sumís mi espíritu, señor!
Antíoco. —La reina llega. Adiós. Haz todo lo que te he dicho.

ESCENA IV – BERENICE, ANTÍOCO, FENICIA

Berenice. —En fin, me libro de la importuna alegría de tantos amigos nuevos como me ha deparado la fortuna; huyo de la inútil extensión de sus respetos, para buscar un amigo que me hable de corazón. No quiero engañaros, mi justa impaciencia os acusaba ya de cierta negligencia. Este Antíoco -me dije- de los desvelos del cual han sido testigos Roma y todo el Oriente; él, a quien, en mis andanzas, he visto seguir constante, con igual paso, mis diversas suertes, hoy que el cielo parece presagiarme una felicidad que pretendo compartir con vos, este mismo Antíoco, ocultándose de mí, me deja a merced de una muchedumbre desconocida.
Antíoco. —Es cierto, señora. ¿Lo es también, según vuestras palabras, que el himeneo sucederá a vuestros prolongados amores?
Berenice. — Señor, quiero confiaros mi inquietud. Estos días mis ojos se han visto bañados de lágrimas. Este largo luto que Tito impuso a su corte, había suspendido nuestro secreto amor; no tenía para mí ese asiduo ardor. Cuando los días fijados pasaba ante mí, mudo, preocupado, con lágrimas en los ojos, no me dirigía más que tristes adioses. Juzgad de mi dolor; yo, que con extremado ardor os lo he dicho cien veces, no amo de él más que a él mismo; yo que, lejos de las grandezas de que está revestido, habría escogido su corazón y buscado su virtud.
Antíoco. — ¿Ha vuelto a demostraros su primitiva ternura?
Berenice. — Esta última noche fuisteis espectador de como el Senado, por secundar sus escrúpulos religiosos, ha puesto a su padre entre los dioses. Satisfecha su piedad por este justo deber cumplido, sus sentimientos de amante han quedado libres. El Senado se halla reunido por orden suya. Allende el mar, extiende las fronteras Palestina, uniéndole Arabia y Siria entera. Y si he de creer lo que dicen sus amigos y los juramentos mil veces redoblados, sobre todos estos Estados va a coronar a Berenice para unir a todos los demás títulos el de emperatriz. En este mismo lugar me lo comunicará personalmente.
Antíoco. —Yo vengo a deciros adiós para siempre.
Berenice. — ¿Qué decís? iAh, cielos! iQué adiós! iQué lenguaje! iPríncipe, os turbáis y cambiáis de semblante!
Antíoco. — Señora, es preciso partir.
Berenice. — ¿Por qué? ¿No podré saber el motivo…?
Antíoco (aparte). — Debo partir sin volver a verla.
Berenice. — ¿Qué teméis? Hablad; es tarde para callar, señor. ¿Qué misterio encierra esta marcha?
Antíoco. —Al menos, acordaos que cedo a vuestra ley y que me escucháis por última vez. Si desde ese alto grado de gloria y de poder os acordáis de los lugares de vuestro nacimiento, recordad también, señora, que allí mismo recibió mi corazón el primer dardo que partió de vuestros ojos. Os amé. Obtuve la venia de vuestro hermano Agripa, el cual os habló por mí. Puede que sin enojo hubieseis recibido el tributo de mi corazón; pero por mi desgracia llegó Tito, os vio y os agradó. Apareció ante vos con todo el esplendor de un hombre que lleva en sus manos la venganza de Roma. Palideció Judea; el triste Antíoco se contó entre los primeros vencidos. Pronto, intérprete severa de mi infortunio, vuestra boca ordenó silencio a la mía. Disputé largamente; hice hablar a mis ojos; mis lágrimas y mis suspiros os seguían por doquier. Al fin, la balanza se inclinó del lado de vuestro rigor. Supisteis imponerme el exilio o el silencio. Tuve que prometerlo y hasta jurarlo. Pero aunque en este momento oso declararme, aun cuando vos me arrancaseis aquella injusta promesa, mi corazón hizo juramento de amaros sin cesar.
Berenice. — iAh! ¿Qué decís?
Antíoco. —He callado durante cinco años, señora, y voy a callarme todavía mucho más tiempo. De mi venturoso rival acompañé las armas. Esperé verter mi sangre tras mis lágrimas, o que al menos, llevado hasta vos por mil hazañas, pudiese hablar mi nombre en defecto de mi voz. El cielo pareció prometer un fin a mi pena. iVos llorasteis mi muerte, ay de mí, desgraciadamente falsa! inútiles riegos! iAquél fue mi error! El valor de Tito sobrepasó mi denuedo. Es preciso que mi estimación responda a su virtud. Aun cuando llamado para el imperio del mundo, querido del universo, en fin, señora, amado por vos él parecía llamar para sí toda la atención, mientras que sin esperanzas, hastiado, cansado de vivir, su desgraciado rival parecía no poder alcanzarlo. Veo que vuestro corazón me aplaude en secreto; veo que me escucháis con menos disgusto y que, demasiado atenta a la suerte de Tito perdonáis el resto de este funesto relato. En fin, después de un sitio tan cruel como lento, él dominó a los revoltosos, pálido resto de llamas, de hambre, de sangrientas luchas intestinas, y dejó sus murallas convertidas en ruinas. Roma, señora, os vio llegar con él. En el desierto Oriente… icómo creció mi abatimiento! Largo tiempo vagué errante por Cesárea. Lugares encantadores en donde mi corazón os había adorado. Os evocaba en vuestros Estados, tan tristes sin vos. Llorando, seguí la huella de vuestros pasos. Pero, en fin, sucumbiendo a mi melancolía, mi desesperación encaminó mis pasos hacia Italia. La suerte me reservaba el último de sus golpes. Tito, abrazándome, me llevó ante vos. Un velo de amistad os engañó a uno y a otro, y mi amor fue confidente del vuestro. Pero siempre, alguna esperanza alentaba mis decepciones. Roma y Vespasiano os inquietaban y os hacían suspirar. Después de tanta lucha, posiblemente cedería Tito. Muerto Vespasiano, Tito es el amo. iQue no huyese yo entonces…! Durante unos días he querido observar el curso de su imperio. Mi destino está cumplido; vuestra gloria se acerca. Muchos otros testigos de esta fiesta vendrán sin mí a unir sus transportes de dicha a los vuestros. Pero yo, víctima de un inútil y constante amor, no podría añadir más que lágrimas; feliz, en mi desdicha, de haber podido relatar, sin culpa, las desdichas que vuestros ojos provocaron. Me voy más enamorado de lo que jamás estuve.
Berenice. — Señor, no podía imaginar que en el mismo día en que mi destino debe ser unido al del césar, pudiese algún mortal presentarse impunemente a mis ojos para declararse mi enamorado. Pero de mi amistad mi silencio será prenda. En su favor olvidaré una conversación que me ultraja. No he interrumpido su curso injurioso. Es más, recibo con pena vuestro adiós. El cielo sabe que en medio de los honores que me envía, no esperaba más que a vos como testigo de mi alegría. Con el universo entero honré vuestras virtudes. Tito os quiso y vos admirasteis a Tito. Cien veces me ha causado extremada dulzura que Tito pudiese hallase a sí mismo en vos
Antíoco. —De esto huyo. Aunque demasiado tarde, evito esas crueles relaciones en las cuales yo no tengo parte. Huyo de Tito; rehuyo ese nombre que me inquieta; ese nombre que vuestra boca repite a cada momento. En fin, ¿Qué más os diré? Huyo de los distraídos ojos que, mirándome a diario, no me vieron jamás. Adiós. Con el corazón lleno de vuestra imagen voy, por mi parte, a esperar la muerte amándoos. No temáis, sobre todo, que un ciego dolor llene el universo del rumor de mi desdicha. Señora, sólo el rumor de la muerte que tanto imploro os hará recordar que todavía vivía. Adiós.

ESCENA V

BERENICE, FENICIA

Fenicia. — iCómo le compadezco! Tanta fidelidad merecería más prosperidad. ¿No le compadecéis vos?
Berenice. — Lo reconozco, esta repentina huida me causa un secreto dolor.
Fenicia. —Yo lo hubiera retenido.
Berenice. — iCómo! ¿Retenerlo yo? Hasta su recuerdo debo perder en seguida ¿Es que quieres que aliente un insensato ardor?
Fenicia. — Tito no ha aclarado todavía su pensamiento. Roma os mira con ojos recelosos, señora; me espanta el rigor de sus leyes. Entre los romanos el casamiento no admite más que a romanas. Roma odia a todos los reyes, y Berenice…es reina.
Berenice. — Ya paso el tiempo en que podía temblar, Fenicia. Tito me ama; él lo puede todo. No tiene más que hablar y el Senado vendrá a rendirme homenaje y el pueblo coronará su imagen. ¿Has visto el esplendor de esta noche, Fenicia? ¿No se llenan tus ojos de su grandeza? Esas antorchas, esas hogueras, esta noche iluminada; esas águilas, esos lictores, este pueblo, este Ejército, esa multitud de reyes, de cónsules, ese Senado, que celebran el esplendor de mi amado. Esta púrpura, este oro que realza su gloria y esos laureles, testigos aún de su victoria. Todos esos ojos que por doquier fijan en él sus ávidas miradas; ese porte majestuoso, esta dulce presencia… iCielos! iCon qué respeto y qué complacencia todos los corazones le aseguran secretamente su fidelidad! Habla, ¿puede uno verle sin pensar como yo que por obscuro que pueda ser su origen, el mundo le haya reconocido como amo y señor?… Pero, Fenicia, ¿adónde me lleva tan encantador recuerdo? Mientras Roma entera, en este momento hace votos por Tito y consagra con sacrificios las primicias de su naciente reinado, ¿qué nos detiene? Vamos a ofrecer también nuestros votos para que el cielo proteja su feliz imperio (1). En seguida, sin esperarle, ni ser esperada, volveré a buscarlo, y en esta entrevista le diré lo que a los corazones prendados uno del otro inspiran los transportes tan largo tiempo contenidos.

ACTO SEGUNDO – ESCENA PRIMERA – TITO, PAULINO, SÉQUITO

Tito. — ¿Habéis visto de mi parte al rey de Comagene? ¿Sabe que le espero?
Paulino. —Fui a ver a la reina, en el aposento de la cual había estado este príncipe; pero él ya había salido. Aunque está advertido de vuestras órdenes, señor.
Tito. —Está bien. ¿Qué hace la reina Berenice?
Paulino. —La reina ha salido. Sensible a vuestras bondades, en estos momentos está rogando al cielo por vuestra prosperidad.
Tito. — iAy!… Amable princesa.
Paulino. —El Oriente entero va a inclinarse ante ella, ¿y vos la compadecéis? ¿A qué viene esa tristeza?
Tito. —Paulino, que me dejen solo con vos.

ESCENA II – TITO, PAULINO

Tito. — iEn fin, Paulino! Roma, todavía insegura de mis propósitos, espera cuál será el destino de la reina. Los secretos de su corazón y del mío son la preocupación de todo el mundo. Ya es tiempo de que me explique. ¿Qué dice la voz pública de la reina y de mí? Hablad, ¿qué oís vos?
Paulino. —Por doquier oigo proclamar sus virtudes y su belleza.
Tito. — ¿Qué se dice de mis apasionados suspiros por ella? ¿Qué desenlace esperan de tan fiel amor?
Paulino. — Vos lo podéis todo. Améis o dejéis de amar, la corte siempre será partidaria vuestra.
Tito. — También he visto a esta misma corte, poco sincera y demasiado solícita en agradar sus señores, aprobar los horribles crímenes de Nerón. Yo la he visto, de rodillas, consagrar sus furores. No puedo tomar por juez a una corte idólatra, Paulino. Me interesa un más amplio escenario, y sin prestar oídos a voces aduladoras quiero oir por vuestra boca a todos los corazones. Me lo prometisteis. El respeto y él temor cierran a mi alrededor el paso a la queja. Para mejor, ver y para mejor oir, querido Paulino, os he pedido ojos y oídos; incluso he puesto ese precio a mi secreta amistad. He querido que fueseis el intérprete de todos los corazones; que a través de los aduladores vuestra sinceridad fuese la que dejase pasar hasta mí la verdad. Hablad, ¿Qué puede esperar Berenice? ¿Roma le será indulgente o severa? ¿Debo creer que sentada en el trono dé los césares, una reina tan bella ofendería sus miradas?
Paulino. —No lo dudéis, señor. Sea razón, sea capricho, Roma no la espera como emperatriz. Saben que es encantadora, que sus bellas manos parecen pediros el imperio de la humanidad; incluso dicen que posee un corazón de romana. Tiene infinitas virtudes; pero, señor… es una reina. Roma, por una ley que es Imposible cambiar, no acepta, con su sangre, ninguna sangre extranjera, ni reconocería los frutos ilegítimos que nacieran de un himeneo contrario a sus creencias. De sobra sabéis que, abatiendo a sus reyes, Roma cobró a este nombre –tan santo y tan noble antes- un odio eterno y potente. Y aunque fiel y obediente a sus césares, este odio, señor, resto de su antigua soberbia, perdura en todos los corazones después de la libertad. Julio, que fue el primero que la sometió a sus armas, que acalló sus leyes con el fragor de las batallas, ardió por Cleopatra; pero sin declarársele la dejo sola suspirando en Oriente. Antonio, que la amo hasta la idolatría, olvido en sus brazos su gloria y su patria, sin atreverse, sin embargo, a llamarse su esposo. Roma fue a buscarlo a las propias plantas de ella y no cesó en su furor vengativo hasta que hubo aniquilado a ambos amantes. Después, señor, Calígula, Nerón, monstruos el nombre de los cuales cito aquí con repulsión, que no conservaron de hombre más que la figura, que echaron por tierra todas las leyes de Roma, temiendo sólo ésta, no encendieron ante nuestros ojos la antorcha de un odioso himeneo. Me habéis ordenado, ante todo, ser sincero. Hemos visto al hermano del liberto Palas, todavía sujeto al yugo de Claudio Félix, ser esposo de dos reinas, señor. Y si es preciso que os obedezca hasta el último extremo, esas dos reinas son de la misma sangre de Berenice. Vos intentáis hacer entrar en el lecho de los césares, sin herir nuestras miradas, a una reina; mientras que en el Oriente, el lecho de las reinas se ha allanado para un esclavo que acaba de sacudir nuestro yugo. Esto es lo que los romanos piensan de vuestros amores. No respondo de que antes de terminar el día, el Senado, depositario de los deseos de todo el Imperio, venga a confirmaros aquí lo que os he dicho, y que Roma venga con él a pediros de rodillas una elección digna de ella y de vos. Podéis preparar vuestra respuesta, señor.
Tito. — iAy de mí! iA qué amor quieren que renuncie!
Paulino. —Fuerza es reconocer que es un amor ardiente.
Tito. —Mil veces más ardiente de lo que podáis pensar, Paulino. Se me ha hecho un placer imprescindible verla cada día, amarla, agradarle. He hecho más; no guardo ningún secreto a sus ojos. Por ella he dado cien veces gracias al cielo por haberme dado un padre del corazón de la Idumea; de haber sometido al Oriente y a su Ejército, y además, levantando al resto de los humanos, poner a la sangrante Roma en sus benévolas manos. He deseado el puesto de mi padre: yo, Paulino, que cien veces habría dado mis días por prolongar los suyos, si la suerte, menos severa, hubiese querido extender el límite de su vida. Todo eso -qué mal sabe un amante lo que desea-, con la esperanza de elevar a Berenice al Imperio, de recompensar algún día su amor y su fidelidad, y verla conmigo con el mundo a sus pies. A pesar de todo mi amor y de todos sus encantos, Paulino, después de mil juramentos afianzados por mis lágrimas, ahora que puedo coronar tantos atractivos, ahora que la amo más que nunca, cuando el himeneo feliz, uniendo nuestros destinos puede satisfacer en un solo día los deseos de cinco años, voy, Paulino… iOh cielos!… ¿Podré decirlo?
Paulino. — ¿Qué, señor?
Tito. — voy a separarme para siempre. En este momento mi corazón no acaba de rendirse. Si os he hecho hablar, si he querido escucharos, es porque he deseado que vuestro celo acabase, en secreto, de confundir un amor que a disgusto se calla. Berenice casi ha alcanzado muchas veces la victoria; y si yo me inclino al fin del lado de mi gloria, creed que ello me ha costado, para vencer tanto amor, combates de los cuales mi corazón sangrará más de un día. Amaba, suspiraba en una profunda paz. Otro regía el imperio del mundo. Dueño de mi destino, libre en mis sentimientos, no tenía que rendir cuenta de mis deseos. Pero apenas el cielo ha llamado a mi padre; desde que mi triste mano hubo cerrado sus párpados fui desengañado de mi lisonjero error. Sentí el peso que se me imponía; comprendí en seguida que lejos de ser para quien amo, querido Paulino, precisaba renunciar a mí mismo y que el designio de los dioses, contrario a mis amores, consagraba al universo el resto de mis días. Roma observa hoy mi nueva conducta. iQué vergüenza para mí, qué mal presagio para ella si desde el primer paso, violando todos los derechos, fundase mi felicidad sobre los escombros de sus leyes!… Resuelto a consumar este cruel sacrificio, he querido preparar a la triste Berenice; pero… ¿por dónde empezar? Veinte veces he querido, durante estos ocho días, iniciar la conversación ante ella, y desde la primera palabra mi lengua trabada, ha quedado veinte veces helada en mi boca. Yo esperaba, cuando menos, que mi turbación y mi dolor le hicieran presentar nuestra común desdicha; pero sin sospechar la verdad, sensible a mi agitación, me ofrece su mano para enjugar mis lágrimas, y no preve en absoluto, en esta obscuridad, el fin de un amor que tanto ha merecido. En fin, esta mañana he acumulado toda mi voluntad; es preciso verla, Paulino, y romper el silencio. Espero a Antíoco para encomendarle este precioso depósito que ya no puedo guardar. Quiero que la acompañe hasta oriente. Mañana, Roma verá partir con él a la reina. Se lo comunicaré yo mismo. Voy a hablarle por última vez.
Paulino. —No esperaba menos de un amor glorioso que os conduce a la victoria. La Judea sometida y sus humeantes murallas, eternos monumentos de este noble ardor, me responden suficientemente de que vuestro gran valor no querría, señor, destruir su obra, y que un héroe vencedor de tantas naciones sabría, tarde o temprano, vencer sus propias pasiones.
Tito. — iAh, con qué bellos nombres es cruel esta gloria! iCuánto más bella la encontrarían mis tristes ojos, si no precisara más que afrontar la muerte! ¿Qué digo? Este ardor que siento por sus atractivos, Berenice lo encendió en lo más hondo. No lo ignoráis. La fama de mi nombre no siempre tuvo la misma brillantez. Mi juventud, nutrida por perniciosos ejemplos en la corte de Nerón, siguió la demasiada cómoda pendiente del placer. Berenice me agradó. iQué no hace un corazón por agradar al ser que ama y ganar su voluntad! Prodigué mi sangre. Todo cedió a mis armas. Volví triunfante; pero ni mi sangre ni mis lágrimas fueron suficientes para merecer su amor. Alcancé la felicidad de mil desdichados; por todo se vieron repartidas mis bondades. Feliz, más feliz de lo que puedas imaginar, me sentía cuando podía aparecer a sus ojos satisfecho, cargado con mil corazones conquistados por mis favores. Se lo debo todo, Paulino. iCruel recompensa a lo que le debo! Todo va a caer sobre ella. En pago de tanta gloria y tantas virtudes, voy a decirle: «Marchaos y no volváis a verme.»
Paulino. — iCómo, señor, cómo! Esta magnificencia que extiende su poderío hasta el Éufrates; tantos honores que hasta han sorprendido al propio Senado, ¿os hacen temer el nombre de ingrato? Berenice manda sobre cien pueblos nuevos.
Tito. — iDébiles consuelos para un dolor tan grande! Conozco a Berenice y demasiado bien sé que su corazón sólo ha deseado él mío. La amé y yo le agradé. Desde aquel día -iay de mí! ¿debo decir funesto o afortunado?- extranjera en Roma, desconocida en la corte, sin tener otro objeto que su amor, pasa sus días, Paulino, sin pretender más que verme a alguna hora y esperar las restantes. Si alguna vez, un poco menos asiduo todavía, retraso el momento en que soy esperado, la encuentro anegada en llanto que mi mano tarda en enjugar. En fin, todos los fuertes lazos que tiene el amor: dulces reproches, transportes renovados sin cesar, afán de agradar sin artificio, nuevos temores, belleza, gloria, virtud, todo lo encuentro en ella. Durante cinco años la veo a diario, y siempre creo verla por primera vez… No soñemos más. Vamos, querido Paulino. Cuanto más lo pienso, mas siento vacilar mi cruel decisión. iQué noticia, oh cielo, voy a comunicarle! Vamos de una vez, ya no hay que pensarlo más. Conozco, mi deber y he de cumplirlo. No pienso ya si podré sobrevivir.

ESCENA III – TITO, PAULINO, RUTILO

Rutilo. — Señor, Berenice solicita hablaros.
Tito. — iAy, Paulino!
Paulino. — iCómo! ¿Ya parecéis retroceder? Recordad vuestros nobles propósitos, señor. Llegó la hora.
Tito. — Pues bien; veámosla. Que venga.

ESCENA IV – TITO, BERENICE, PAULINO, FENICIA

Berenice. — No os ofendáis si mi indiscreto celo viene a interrumpir vuestra secreta soledad. Mientras que a mi alrededor vuestra corte reunida comenta los beneficios de que me habéis colmado, ¿es justo, señor, que en estos momentos sea yo sola la que permanezca sin voz? Pero, señor -porque sé que este amigo sincero conoce el secreto misterio de vuestros corazones-, vuestro duelo ha terminado, nada detiene vuestros pasos; en fin, estáis solo y no me buscáis. Yo oigo que vais a ofrecerme una nueva corona. Sin embargo, no lo he oído de vos mismo. iAy de mí! Más reposo y menos esplendor. ¿No puede permitir vuestro amor más que el Senado? iAh, Tito! ¿Por qué el amor huye de todos los nombres que exigen el respeto y el temor? ¿Qué temores importunan vuestro amor? ¿No podéis darme más que Estados? ¿Desde cuándo creéis que mi grandeza me afecta? Un suspiro, una mirada, una palabra de vuestros labios: he aquí la ambición de un corazón como el mío. Vedme más a menudo y no me deis nada. ¿Debéis todos vuestros momentos al Imperio? ¿Después de ocho días, nada tiene que decirme vuestro corazón? iQue una palabra vuestra dé confianza a mis tímidas esperanzas! ¿Era yo el objeto de vuestra secreta conversación, señor? ¿Estaba yo, cuando menos, presente en vuestro pensamiento?
Tito. —No lo dudéis, señora. Y pongo a los dioses por testigos de que Berenice está siempre presente ante mí. Ni la ausencia ni el tiempo, os lo juro, os podrán arrancar de este corazón que os adora.
Berenice. — ¿Me juráis un eterno ardor y lo hacéis con esta frialdad? ¿Por qué tiene que atestiguar el cielo la pujanza de vuestro amor? ¿Hacen falta juramentos para vencer mi desconfianza? Mi corazón, señor, no pretende desmentiros, y un simple suspiro me convencería.
Tito. — Señora…
Berenice. — ¿y bien, señor? … Pero icómo! Sin responderme desviáis la mirada y parecéis confuso. ¿No me mostráis más que un semblante turbado? ¿Todavía la muerte de vuestro padre ocupa vuestro espíritu? ¿Nada puede calmar la pena que os devora?
Tito. — iPluguiera a los dioses, ay de mí, que mi padre viviera todavía! iQué feliz viviría! Berenice. — Señor, todas estas penas son justa consecuencia de vuestra piedad; pero vuestros llantos han honrado bastante su memoria. Debéis otros cuidados a Roma, a vuestra gloria. No me atrevo a hablaros de mi propio interés. En otro tiempo, Berenice podía consolaros. Me escuchabais con más placer. En cuantas desdichas, cuando he sido por vos solicitada a una sola palabra vuestra, ¿os he sacrificado yo mis lágrimas? Vos lloráis un padre iay! ¡débiles dolores! , Y a mí -este recuerdo todavía me estremece-, han querido arrancarme de todo aquello que adoro; a mí, que conocíais mis sinsabores y tormentos cuando no me abandonabais más que por algún momento. ! iA mí, que moriré el día que quieran privarme de vos…!
Tito. — iAy, señora! ¿Qué venís a decirme? ¿Qué momento habéis escogido? iAh, por favor, parad! Es demasiada bondad para prodigarla a un ingrato.
Berenice. — iUn ingrato, señor! ¿Y podéis serlo? … Así pues, ¿os fatigan, quizá, mis bondades? Tito. —No, señora; jamás. Puesto que he de hablaros… Jamás mi corazón ha sentido más ardiente fuego…Pero…
Berenice. — Acabad.
Tito. — Roma… el Imperio…
Berenice. — ¿y bien?
Tito. —Salgamos, Paulino; no puedo decirle nada.

ESCENA V – BERENICE, FENICIA

Berenice. — iCómo! i Abandonarme así! iY no decirme nada! iAy de mí, querida Fenicia! iQué funesta entrevista! ¿Qué he hecho yo? ¿Qué es lo que quiere? ¿Qué significa ese silencio?
Fenicia. —Yo, como vos, cuanto más lo pienso más me pierdo. Pero ¿no se ofrece nada a vuestro recuerdo que haya podido prevenirle en contra de vos? Ved, examinad.
Berenice. — iAy! Puedes creerme; cuanto más repaso la memoria del pasado, desde el día que le vi hasta este triste día, no veo que pueda reprocharme más que un exceso de amor. Pero tú nos has oído, no es preciso callar nada; habla. ¿He dicho algo que pueda disgustarle? iQué sé yo!… Quizás, acaloradamente, he menospreciado sus presentes o he ofendido su dolor. ¿Será que teme el odio de Roma? ¿Acaso teme desposarse con una reina? ¡Ay de mí! ¡Si esto fuese cierto!…Pero no; cien veces ha asegurado mi amor contra sus duras leyes; cien veces… iAh!… Que me explique tan rudo silencio. No puedo respirar en tal incertidumbre. Yo, yo viviré, Fenicia, y podría pensar que él me abandona o bien que haya podido ofenderle. Volvamos sobre sus pasos. Pero cuando lo examino, creo entrever el origen de este desorden, Fenicia. Habrá sabido lo que ha pasado. El amor de Antíoco puede haberle ofendido. Me ha dicho que esperaba al rey de Comagene. No busquemos en otro lado el motivo de mi pesar. Sin duda, este disgusto que tanto me alarma no es más que una ligera sospecha fácil de desvanecer. No te felicito por tu débil victoria. iAh, Tito! ipluguiera al cielo que sin herir tu gloria, un rival más poderoso que tú quisiera tentar mi fidelidad, pudiera poner a mis pies más imperios que tú; que con innumerables cetros pudiera alimentar la llama de mi amor, mientras que tú no tuvieras más que tu alma para ofrecer! Entonces, querido Tito, amado y victorioso, verías el precio que tiene a mis ojos tu corazón. Vamos. Fenicia. Una palabra podrá satisfacerle. Tranquilicémonos, corazón mío; aún puedo agradarle. Me he contado demasiado pronto entre los desgraciados. Si Tito está celoso, también está enamorado.

ACTO TERCERO – ESCENA PRIMERA – TITO, ANTÍOCO, ARSACIO

Tito. — iCómo, principe! ¿Os vais? ¿Qué súbita razón precipita vuestra partida, o mejor dicho, vuestra fuga? ¿Queríais ocultármelo hasta vuestra despedida? ¿Es que dejáis estos lugares como si fueseis un enemigo? ¿Qué dirán, conmigo, la corte, Roma y el Imperio? Pero, como amigo vuestro, ¿qué les puedo decir? ¿De qué me acusáis? ¿Os he confundido, sin querer, con uno de tantos reyes? Mientras vivió mi padre, mi corazón estuvo abierto para vos; era el único presente que podía haceros. Y cuando con mi corazón puedo tenderos mi mano, rechazáis los beneficios que tan prestamente puedo ofreceros. ¿Pensáis que, olvidando mi pasada fortuna, sólo pienso en mi actual grandeza y que todos mis amigos están alejados de mí como cualquier desconocido que me tiene sin cuidado? Vos mismo, príncipe, que quisierais sustraeros a mis miradas, me sois más necesario que nunca.
Antíoco. — ¿yo, señor?
Tito. — vos.
Antíoco. — iAy! ¿Qué podéis esperar, señor, de un príncipe desgraciado, más que su adhesión? Tito. —Yo no he olvidado, príncipe, que mis victorias deben la mitad de su gloria a vuestras heroicidades. Que Roma vio pasar entre los numerosos vencidos, a más de un cautivo cargado con las cadenas de Antíoco. Que en el Capitolio se ve amontonado el botín que vuestras manos arrancaron a los judíos. No espero de vos sangrientas proezas, solamente quiero que me prestéis vuestra voz. Sé que Berenice, confiada a vuestro cuidado, cree tener en vos un verdadero amigo. En Roma, ella no ve ni oye más que a vos. Nosotros y vos formamos un solo corazón y una sola alma. En nombre de esa amistad tan bella y constante, emplead el poder que sobre ella ejercéis; vedla de mi parte.
Antíoco. — ¿yo presentarme ante sus ojos? Me he despedido para siempre de la reina.
Tito. — Príncipe, es preciso que le habléis por mí otra vez.
Antíoco. — iAh! Habladle vos, señor. La reina os adora. ¿Por qué privaros en estos momentos de hacerle vos mismo una confesión tan encantadora? La espera con impaciencia. Marchándome, respondo de su asentimiento. Ella misma me ha dicho que, presta a desposarse, vos no la veríais más que para disponer de ella.
Tito. —- iAh! iCon qué placer haría tan dulce confesión! iQué feliz sería si tuviese que hacerla! Hoy esperaba poder manifestarle mis transportes de amor, y, sin embargo, príncipe, hoy es preciso abandonarla.
Antíoco. — iAbandonarla! ¿Vos, señor?
Tito. —Tal es mi destino. Entre ella y Tito no es posible el himeneo. De tan encantadora esperanza me envanecía en vano. Príncipe; es necesario que ella parta con vos mañana.
Antíoco. — iCielos! ¿Qué oigo?
Tito. —Compadeced mi inoportuna grandeza. Dueño del universo, yo regulo su suerte. Puedo hacer reyes, puedo casarlos… mientras que no puedo disponer de mi corazón. Roma, siempre sublevada contra los reyes, desdeña a una beldad elevada hasta la púrpura. El brillo de la corona y cien reyes por aliados, deshonran mi pasión y hieren todos los ojos. Mi corazón, libre ya, sin temor a las murmuraciones, puede arder en obscuras llamas, y Roma recibirá de mi mano con placer a la menos digna belleza que oculte su seno. El propio Julio hubo de ceder al torrente que a mí me lleva. Si el pueblo no ve partir mañana a la reina, ella misma verá a este pueblo venir furioso a pedirme su marcha mañana mismo. Salvemos mi nombre de esta afrenta y de su recuerdo. Y, puesto que es preciso ceder, cedamos a nuestra gloria. Mis labios y mis ojos, mudos durante ocho días, habrían podido prepararla para estas tristes palabras. Ya en estos momentos, inquieta, impaciente, quiere que aclare mi pensamiento a sus ojos. Aliviad el tormento de un amor prohibido. Ahorrad a mi corazón esta aclaración. Id; explicadle mi turbación y mi silencio. Sobre todo, que me permita evitar su presencia. Ser el único testigo de sus lágrimas y de las mías. Llevadle mi adiós y recibid el suyo. Evitemos ambos un funesto espectáculo que consumiría el resto de nuestra resistencia. Si la esperanza de vivir y reinar en mi corazón puede endulzar el rigor de su infortunio ioh príncipe!, juradle que, eternamente fiel y gimiente en mi corte y más desterrado que ella, llevando hasta la tumba el nombre de su amante, mi reino no será más que un largo destierro, si el cielo, no contento con habérmela arrebatado, quiere afligirme con una larga vida. Vos príncipe, que solo por amistad seguís sus pasos, no la abandonéis en su desdicha. Que Oriente os vea llegar con ella como en triunfo y no como en fuga. Que una amistad tan bella tenga lazos eternos. Que mi nombre esté siempre en vuestras conversaciones. Para que vuestros Estados estén más cerca uno de otro, el Éufrates limitará su Imperio y el vuestro. Sé que el Senado, que respeta vuestro nombre, confirmará este don con voz unánime. Yo uno la Cíclica a vuestra Comagene. Adiós. No abandonéis a mi princesa, a mi reina, que es todo lo que en mi corazón fue único deseo, todo lo que amaré hasta el último suspiro.

ESCENA II – ANTÍOCO, ARSACIO

Arsacio. —Así el cielo se apresta a haceros justicia. Partiréis, señor; pero con Berenice. Lejos de arrebatárosla, os la entregan.
Antíoco. — Déjame tiempo para respirar, Arsacio. Mi sorpresa es extrema ante este cambio tan grande. Tito pone en mis manos todo cuanto ama. ¿Puedo creer, grandes dioses, lo que acabo de oír? Y cuando lo haya creído… ¿debo regocijarme?
Arsacio. — Pero, yo mismo, señor, ¿qué debo creer? ¿Qué nuevo obstáculo se opone ahora a vuestra alegría? ¿Me engañabais al salir de estos lugares, cuando todavía emocionado por vuestra despedida, temblando de haber osado explicaros ante ella, vuestro corazón me confió su audaz decisión? ¿No huíais de un himeneo que os hacía temblar? Este casamiento está roto, ¿qué puede afligiros? Seguid los dulces transportes a los cuales el amor os invita.
Antíoco. — Arsacio, me veo encargado de su custodia. Gozaré largo tiempo de sus queridas conversaciones. Sus ojos quizá podrán acostumbrarse a los míos y puede que su corazón halle la diferencia entre mi perseverancia y la frialdad de Tito. El césar me anula aquí con el peso de su grandeza. En Roma todo desaparece en medio de su esplendor. Pero aunque Oriente esté lleno de sus recuerdos, Berenice apreciará las trazas de mi gloria.
Arsacio. —No lo dudéis, señor. Todo sucede según vuestros deseos.
Antíoco. — iAh! iCómo nos complacemos en engañarnos mutuamente!
Arsacio. — ¿por qué engañarnos, señor?
Antíoco. — Pues iqué! ¿Podré agradarle? ¿No será Berenice contraria a mis deseos? ¿Calmaría con una sola palabra mis dolores? ¿Piensas solamente que en medio de sus desdichas, aun cuando el universo entero menospreciase sus encantos, la ingrata me permitiría ofrecerle mis lágrimas o que ella descendería hasta aceptar los cuidados que mi amor creería un deber? Arsacio. — ¿Quién puede, mejor que vos, consolar su desgracia? La suerte, señor, va a cambiar. Tito la abandona.
Antíoco. — iAy de mí! De esta gran mudanza no me vendrá más que el nuevo tormento de saber, por sus lágrimas, hasta qué punto le ama. La veré gemir y yo mismo la compadeceré. Como fruto de tanto amor tendré el triste empleo de recoger unas lágrimas que no se vierten por mí.
Arsacio. — iQué! ¿No os complacéis más que en atormentaros sin cesar? ¿Se vio jamás tanta debilidad en un gran corazón? Abrid los ojos, señor, y entre nosotros examinemos por cuántas razones Berenice os pertenece. Puesto que hoy Tito no pretende agradarle, pensad que a Berenice le es necesario casarse con vos.
Antíoco. — ¿Necesario?
Arsacio. — Conceded algunos días a sus llantos; dejad seguir el curso de sus primeros sollozos. Todo hablará por vos: el despecho, la venganza, la ausencia de Tito, el tiempo, vuestra presencia, tres cetros que su brazo no puede sostener por sí solo, vuestros Estados vecinos que buscan unirse; el interés, la razón, la amistad, todo os une…
Antíoco. — iAh! … Respiro, Arsacio; me devuelves la vida. Acepto con placer un presagio tan dulce. ¿A qué tardamos? Hagamos lo que se espera de nosotros. Veamos a Berenice, y, puesto que se nos ordena, vamos a declararle que Tito lá abandona… Pero, detengámonos. ¿Qué iba a hacer? ¿Es a mí, Arsacio, a quien corresponde encargarse de tan cruel menester? Sea por virtud, sea por amor, mi corazón se revela. La amable Berenice oirá de mi boca que se le abandona! ¡Ah, reina! ¡Quién hubiese pensado que tal palabra hubiese de seros pronunciada jamás!
Arsacio. —Su odio se volcará enteramente sobre Tito. Si vos habláis, señor, es a ruego suyo. Antíoco. — No, no la veamos. Respetemos su dolor. Bastantes habrá que vendrán a contarle su desventura. No la crees que es bastante infortunada con saber a qué menosprecio la ha condenado Tito, sin darle todavía el fatal disgusto de conocer ese menosprecio por boca de su propio rival? Una vez más; huyamos. Por esta noticia no merezcamos su odio inmortal.
Arsacio. — iAh! Hela aquí, señor. Tomad una decisión
Antíoco. — ¡Oh cielos!

ESCENA III – BERENICE, ANTÍOCO, ARSACIO, FENICIA

Berenice. — iCómo, señor! ¿Todavía no habéis partido?
Antíoco. — Señora, bien veo que estáis decepcionada y que era al césar a quien buscaban vuestros ojos. Pero no culpéis más que a él si a pesar de mi despedida, todavía importuna vuestra mirada mi presencia. Es posible que en estos momentos estuviera ya en Ostia, si él no me hubiese impedido la salida de su corte.
Berenice. — Os buscaba sólo a vos. Nos evita a todos los demás.
Antíoco. — No me ha retenido más que para hablarme de vos.
Berenice. — ¿De mí, príncipe?
Antíoco. —Sí, señora.
Berenice. — ¿y qué ha podido deciros?
Antíoco. —Otros mil podrían comunicároslo mejor que yo.
Berenice. — iCómo, señor!
Antíoco. — Suspended vuestro resentimiento. Otros, lejos de callarse en estos momentos, llenos de triunfal confianza, posiblemente cederían con júbilo a vuestra impaciencia; pero yo, siempre turbado, yo, lo sabéis bien, para quien vuestra tranquilidad es más cara que la mía propia, por no turbarla prefiero disgustaros, y temo más vuestro dolor que vuestra cólera. Antes de que muera el día me justificareis .Adiós, señora.
Berenice. — ¡Oh cielos! ¡Qué palabras! Quedaos. Príncipe, es superior a mí el ocultaros mi turbación. Veis ante vos una reina perdida, que, con la muerte en su seno, ruega dos palabras. Según decís, teméis turbar mi reposo, y vuestras crueles excusas, lejos de ahorrarme pena, excitan mi dolor, mi cólera, mi odio… Señor, si mi sosiego es tan precioso, si yo misma fui querida a vuestros ojos, iluminad la turbación en que me habéis sumido, ¿Qué os ha dicho Tito?
Antíoco. — En nombre de los dioses, señora…
Berenice. — iCómo! ¿Teméis tan poco el desobedecerme?
Antíoco. —No tengo más que hablaros para hacerme odiar
Berenice. — Quiero que habléis.
Antíoco. — ¡Dioses! ¡Qué violencia! Señora, una vez más alabaréis mi silencio.
Berenice. — Príncipe, satisfaced mis deseos o tener por seguro desde este momento, mi odio eterno.
Antíoco. — Señora, después de esto, no puedo callar más. iPues bien! Vos lo queréis, es preciso satisfaceros; mas no os alegréis por ello; voy a anunciaros desdichas que ni vos misma osáis imaginar. Conozco vuestro corazón; debéis esperar que voy a lastimarlo por su punto más tierno. Tito me ha ordenado…
Berenice. — ¿Qué?
Antíoco. —De comunicaros que es preciso separaros el uno del otro para siempre.
Berenice. — ¿separarnos? ¿Quién? ¿Yo? ¿Tito de Berenice?
Antíoco. — Justo es que ante vos, yo le haga justicia. Todo lo que un amor desesperado pueda parecer espantoso en un corazón sensible y generoso, lo he visto yo en el suyo. Llora y os adora. Pero… ¿de qué le sirve amaros todavía? Una reina es siempre sospechosa al Imperio romano. Es precisa la separación y debéis partir mañana.
Berenice. — ¿Separarnos? iAy de mí, Fenicia!
Fenicia. — ¡Bien, señora! Fuerza es mostrar la grandeza de vuestra alma. Sin duda el golpe es rudo y debe de haberos sorprendido.
Berenice. — iDespués de tantos juramentos, Tito me abandona! Tito que me juraba… No, no puedo creerlo. No es posible que me abandone; le va en ello el prestigio. Vienen a prevenirme contra su inocencia. Este lazo que nos tienden no es más que para desunirnos. Tito me ama. Tito no quiere que me muera. Vamos a verle: quiero hablarle ahora mismo. Vamos.
Antíoco. — ¡cómo!… ¿Podríais suponer de mi…?
Berenice. —Lo deseabais demasiado para que me persuada. No, no os creo. Mas, sea lo que sea, no volváis a poner jamás en mí vuestros ojos. (A Fenicia.) No me abandones en el estado en que estoy. iAy de mí! Hago lo que puedo por engañarme a mí misma.

ESCENA IV – ANTÍOCO, ARSACIO

Antíoco. — ¿No me engaño? ¿La he oído bien? ¿Qué me guarde de aparecer ante ella? iMe guardaré bien! ¿Acaso no hubiera partido, si Tito, a pesar mío, no me hubiese cortado el paso? Sin duda es preciso marchar. Continuemos, Arsacio. Ella cree afligirme… ¡me hace gracia su odio! Hace poco me veías inquieto, fuera de mí. Marchaba enamorado, celoso, desesperado, y ahora, Arsacio, después de esta prohibición, puede que me fuera con indiferencia.
Arsacio. — Ahora debéis alejaros menos que nunca, señor.
Antíoco. — i Yo! ¿Voy a quedarme aquí para verme desdeñado? ¿Seré responsable de la frialdad de Tito? ¿Verme castigado porque él es culpable? iCon qué injusticia y qué indignamente duda ella, ante mí mismo, de mi sinceridad! Tito la ama, dice ella; en cambio yo la he traicionado. iLa ingrata! iAcusarme de perfidia! ¿y cuándo? iEn fatal momento en que destaco a sus ojos las lágrimas de mi rival; cuando, para consolarla, lo presento más enamorado y constante que nunca!
Arsacio. — ¿Qué cuidados pueden inquietaros, señor? Dejad que el tiempo se lleve este torrente. En ocho días, en un mes, no importa, ya pasará. Esperad, solamente.
Antíoco. — No, yo la abandono, Arsacio. Siento que podría compadecerla en su dolor. Mi gloria, mi reposo, todo me incita a marchar. Vamos, y de muy lejos evitemos a la cruel. En mucho tiempo, que nadie me hable de ella. Arsacio. De todos modos, aún nos resta bastante tiempo. Voy a mi palacio a esperar tu regreso. Ve a ver si el dolor la ha matado. Corre… y partamos, por lo menos, estando seguros de su vida.

ACTO CUARTO – ESCENA PRIMERA – BERENICE

Berenice. — iFenicia no llega! momentos demasiado terribles, que parecen lentos para mis impacientes deseos! Me agito, corro, languidezco abatida, las fuerzas me abandonan y la quietud me mata… iFenicia no viene! iAh, qué tardanza! a mi corazón con un funesto presagio! Fenicia no tendrá contestación que darme. El ingrato Tito no habrá querido oírla; huye, se recata de mi justo furor.

ESCENA II – BERENICE, FENICIA

Berenice. — ¿y bien, Fenicia? ¿Has visto al emperador? ¿Qué te ha dicho? ¿Vendrá?
Fenicia. — Sí, le he visto, señora, y le he pintado la turbación de vuestra alma. He visto resbalar el llanto que trataba de retener.
Berenice. — ¿Viene?
Fenicia. —No lo dudéis, señora; va a venir. Pero ¿queréis presentaros en tan extremado desorden? Reponeos, señora, y volved en vos. Dejadme prender esos caídos velos y esos cabellos esparcidos que ocultan vuestros ojos. Permitid que repare las huellas de vuestro llanto.
Berenice. — Deja, deja, Fenicia; así verá su obra. ¿Qué me importan iay de mí!, estos vanos adornos? Si mi fe, si mis llantos, si mis gemidos… pero ¿qué digo?… ¡mis llantos!… si mi segura perdición, si mi muerte próxima, en fin, no lo traen, dime: ¿qué podrán tu superflua ayuda y todo este débil esplendor, que no le afecta?
Fenicia. — ¿Por qué le hacéis tan injusto reproche? Oigo ruido, señora. El emperador se aproxima. Venid, huid de la gente y entremos en seguida. Vos le hablaréis a solas en vuestro aposento.

ESCENA III – TITO, PAULINO, SÉQUITO

Tito. —Calmad, Paulino, la inquietud de la reina. Voy a verla. Quiero un poco de soledad. Que me dejen.
Paulino (aparte). — iOh cielos! iCómo temo esta lucha! i Grandes dioses, salvad la gloria y el honor del Estado! Veamos a la reina.

ESCENA IV – TITO

Tito. — iY bien, Tito! ¿Qué vienes a hacer? Berenice te espera. ¿Adónde vas, temerario? ¿Estás decidido a despedirte? ¿Te has consultado bien? ¿Tu corazón te ha asegurado la suficiente crueldad? Porque, en resumen, en la lucha provocada por ti mismo no basta ser tenaz: hay que ser bárbaro. ¿Podré sostener la mirada de esos ojos, la dulce languidez de los cuales sabe descubrir tan bien los caminos de mi corazón? Cuando vea esos ojos, poseedores de todos los encantos, fijos en los míos y confundirme con sus lágrimas, ¿Recordare entonces mi triste deber? ¿Podré, en fin, decirle: No quiero verte más? He traspasado un corazón que adoro y que me ama. ¿Y por qué traspasarlo? ¿Quién lo ordena? Yo mismo. Porque, ¿acaso Roma ha expresado sus deseos? ¿La oímos gritar ante este palacio? ¿Veo al Estado al borde del precipicio? ¿No puedo salvarlo más que por el sacrificio? Todos callan y sólo yo, demasiado propicio a turbarme, adelanto desdichas que puedo evitar. ¿Quién sabe si, sensible a las virtudes de la reina, Roma querrá reconocerla como romana? Roma, con su elección, puede justificar la mía… No, no; una vez más, no precipitemos nada. iQue Roma, con sus leyes, ponga en la balanza tantas lágrimas, tanto amor, tanta perseverancia! Roma se pondrá a nuestro favor… iAbre los ojos, Tito! ¿Qué aire respiras? ¿No estás en el mismo lugar en donde el odio a los reyes, bebido en el pecho materno, no puede ser borrado ni por temor ni por amor? Roma, condenando a sus reyes, ya juzgó a tu reina. ¿No has escuchado esta sentencia desde que naciste? ¿No has oído la murmuración hasta de tu propio Ejército, y anunciarte cuál es tu deber? Y cuando Berenice llegó, siguiendo tus pasos, ¿acaso no oíste el juicio de Roma? ¿Es preciso, pues, hacértelo repetir tantas veces? iAh, cobarde! Haz el amor y renuncia al Imperio. Ve a un rincón del universo; ve, corre a confinarte y deja el sitio a corazones más dignos de reinar. ¿Son éstos los proyectos de grandeza y de gloria que deben consagrar mi memoria en todos los corazones? Ocho días hace que reino y, hasta hoy, ¿qué he hecho por el honor? Lo he hecho todo por al amor. ¿Qué cuentas puedo rendir de tan precioso tiempo? ¿En dónde están esos felices días que he hecho esperar? ¿Qué lágrimas he secado? ¿En qué ojos satisfechos he gustado el fruto de mis beneficios? ¿Ha visto cambiar el universo su destino? ¿Acaso sé el tiempo que el destino me reserva? Y de esos días, tanto tiempo esperados, ¡ay desdichado! ¡Cuántos he dejado ya perder! … No demoremos más. Ha gamos lo que exige el honor; rompamos el único lazo…

ESCENA V – TITO, BERENICE

Berenice (saliendo de su aposento). —No… dejadme, os digo. En vano todos vuestros consejos intentan retenerme aquí. Es preciso que le vea. iAh, señor! iVos aquí! Y bien. ¿Es cierto que Tito me abandona? ¿Es necesario separarnos? iY es él quien lo ordena!
Tito. —No abruméis más, señora, a un príncipe desgraciado. No es preciso enternecernos los dos. Ya bastante cruel turbación me devora y me agita, no hace falta que lágrimas tan queridas me destrocen todavía más. Recordad más bien este corazón que tantas veces me ha hecho reconocer la voz de mi deber. Ahora es tiempo. Reducid al silencio vuestro amor, y con clara visión de la gloria y la razón contemplad todo el rigor de mi destino. Vos, contra vos misma, fortaleced mi corazón, ayudadme, si es posible, a vencer mi endeblez, a retener las lágrimas que se me escapan sin cesar, o cuando menos, si no podemos dominar nuestro llanto, que la gloria nos fortalezca en nuestros dolores. Que todo el universo, sin vacilación reconozca en estas lágrimas las de un emperador y de una reina. Porque, en fin, princesa mía, es preciso separarnos.
Berenice. — iAh, cruel! ¿Es hora de declarármelo? ¿Qué habéis hecho? iAy de mí! iMe creí amada! Mi alma acose acostumbrada al placer de veros, no vive más que para vos. ¿Ignorabais vuestras leyes cuando os lo confesé por primera vez? iA qué extremos de amor me habéis conducido! ¿Por qué no me decíais: «Princesa infortunada, dónde vas a comprometerte y cuál es tu esperanza? No entregues un corazón que no puede ser aceptado.»? ¿Es que no lo habéis recibido, cruel, más que para abandonarlo, cuando sólo de vuestras manos quisiera depender este corazón? Veinte veces ha conspirado todo el Imperio contra nosotros. Todavía era tiempo. ¿Por qué no me abandonabais entonces? Mil razones hubiesen consolado mi desdicha; pudiera acusar a vuestro padre de mi muerte, el pueblo, al Senado, a todo el Imperio romano, a todo el universo, antes que a tan querida mano. Su odio, declarado desde antaño contra mí, me hubiese preparado con tiempo para mi desventura. Yo no habría recibido, señor, este golpe cruel en el preciso momento en que espero una eterna felicidad, cuando vuestro dichoso amor puede todo lo que desea, cuando Roma se calla, cuando vuestro padre expira, cuando el universo entero se os pone de rodillas, en fin, cuando no hay que temer más que a vos.
Tito. —Y era yo también quien podía destruirme… Yo podía vivir entonces y dejarme seducir. Mi corazón no se preocupaba por lo por venir ni por lo que un día podría desunirnos. Quise que nada fuese inasequible a mis deseos. No examiné nada y esperé lo imposible. Esperaba… iqué sé yo! , morir ante vuestros ojos, antes que consentir esta cruel despedida. Los obstáculos parecían avivar la llama. Todo el Imperio murmuraba; pero la gloria, señora, no podía hacerse oir a mi corazón en el mismo tono con que le habla al corazón de un emperador. Conozco todos los tormentos a que me entrega esta decisión. Presiento que sin vos no podre vivir, que mi corazón está dispuesto a alejarse de mí mismo, pero ya no se trata de vivir. Es preciso reinar.
Berenice. — Pues bien; reinad, cruel. Satisfaced vuestra gloria. Ya no disputo más. Para creerlo, esperaba que esa misma boca, después de mil juramentos de un amor que debía unir todos nuestros instantes, esa boca, confesándose infiel ante mí, me ordena ella misma una ausencia perpetua. Yo misma he querido oíros en este lugar. Ya no escucho más y…para siempre, adiós… iPara siempre! ¡Ah, señor! ¿Experimentáis en vos mismo cuán espantosa es esta cruel palabra cuando se ama?… Dentro de un mes, dentro de un año, icómo sufriremos cuando tantos mares me separen de vos! iQue el día empiece, que el día acabe, sin que jamás Tito pueda ver a Berenice; sin que en todo el día pueda yo ver a Tito! iPero qué error el mío y qué inútiles cuidados! El ingrato, consolado de antemano de mi partida, ¿se dignará contar los días de mi ausencia? Esos días tan largos para mí, le parecerán demasiado cortos.
Tito. — Yo, señora, no podré contar los días. Muy pronto, la triste noticia os hará confesar que érais amada. Veréis como Tito no ha podido, sin expirar…
Berenice. — iAh, señor! Si eso es cierto, ¿por qué separarnos? No os hablo de un dichoso himeneo. ¿Me ha condenado Roma a no veros jamás? ¿Por qué me negáis el aire que vos respiráis?
Tito. — iAy! Lo podéis todo, señora; quedaos. No resisto más; pero presiento mi debilidad. Será preciso combatiros y temeros sin cesar, y velar sin tregua por retener mis pasos, que me guían hacia vos en todo momento. ¿Qué digo? En este momento, mi corazón, enloquecido, se olvida de todo y únicamente recuerda que os ama.
Berenice. —Pues bien, señor, pues bien, ¿qué puede ocurrir? ¿Acaso veis a los romanos dispuestos a sublevarse?
Tito. — iNo sabemos con qué ojos verán esta injuria! Si hablan, si los gritos suceden a las murmuraciones, ¿será preciso justificar con sangre mi elección? Si callan y me sacrifican sus leyes, ¿a qué me expongo? ¿Con qué complacencias será preciso pagar su paciencia? ¿Qué no serán capaces de pedirme? ¿Mantendría yo las leyes que no supe guardar?
Berenice. — iLas lágrimas de Berenice no cuentan para nada!
Tito. — iQue no cuentan para nada! ¡Oh cielos! ¡Qué injusticia!
Berenice. — iQué! Por unas leyes injustas que vos mismo podéis cambiar, ¿vais a caer vos mismo en eternas amarguras? Roma tiene sus derechos, señor, ¿no tenéis vos los vuestros? ¿Son sus intereses más sagrados que los nuestros? Decid, hablad.
Tito. — iAy! ¡Cómo me atormentáis!
Berenice. —iSois emperador, señor, y lloráis!
Tito. —Sí, señora, es cierto. Lloro, suspiro, me desespero… Pero, en fin, acepté el Imperio. Roma me hizo jurar el mantenimiento de sus derechos y debo mantenerlos. La perseverancia de mis iguales se ha impuesto en Roma. iAh! Si os remontáis hasta su origen, los veréis siempre sumisos a sus órdenes. El uno, celoso de su fe, va a buscar en el campo enemigo las penalidades y la muerte. Otro proscribe la cabeza de un hijo victorioso. Otro, con los ojos secos y casi indiferentes, ve morir a sus dos hijos, ejecutados por orden suya… iDesgraciados!… Pero siempre, patria y honor es lo que ha dado la victoria a los romanos. Sé que abandonándoos, el desgraciado Tito sobrepasa la austeridad de todas sus virtudes, que no llega hasta este insigne esfuerzo. Pero, señora, después de todo, ¿me creéis indigno de dejar un ejemplo a la posteridad, que pueda ser imitado sin grandes esfuerzos?
Berenice. — No; lo creo todo fácil a vuestra barbarie. Os creo digno de arrancarme la vida, ingrato. Mi corazón ve claramente vuestros sentimientos. Ya no os pido más que quedarme aquí, iQuién! ¿Yo? ¿Hubiese querido, humillada y menospreciada, ser la irrisión de un pueblo que me odia? Yo misma he querido empujaros a este rechazo. Ya está hecho, y bien pronto no me temeréis más. No esperéis que estalle en injurias ni que invoque al cielo, enemigo de perjuros. No. Si el cielo todavía se apiada de mi llanto, le ruego que me haga olvidar mis dolores con la muerte. Si formulo votos contra vuestra injusticia, si antes de morir la triste Berenice quiere dejar algún vengador de su muerte, no lo busco ¡ingrato!, más que en el fondo de vuestro corazón. Bien sé que tanto amor no puede ser borrado; que mi dolor presente y mi bondad pasada, mi sangre, que en este mismo palacio quiero verter, son otros tantos enemigos que voy a dejaros. Y, sin arrepentirme de mi perseverancia, remito sobre ellos toda mi venganza. Adiós.

ESCENA VI – TITO, PAULINO

Paulino. — ¿Con qué intención ha salido, señor? ¿Al fin, está dispuesta a partir?
Tito. — Estoy perdido, Paulino. No podré sobrevivir. La reina quiere morir. Vamos, es preciso seguirla. Corramos en su auxilio.
Paulino. — iCómo! ¿No habéis ordenado hace poco que vigilen sus pasos? Sus damas, siempre a su alrededor sabrán distraerla de sus tristes pensamientos. No, no; no temáis nada. Ya están dados los golpes más grandes, señor. Continuad, que la victoria es vuestra. Ya sé que no habéis podido escucharla sin piedad. Yo mismo, viéndola, no podía sustraerme; pero mirad más lejos. En medio de la desgracia, pensad la gloria que seguirá a este momento de dolor; qué aplausos os prepara el mundo entero, qué trono en lo por venir…
Tito. — No. Soy un bárbaro. Me odio a mí mismo. Nerón, tan detestado, no había llevado su crueldad a este extremo. No consentiré que Berenice muera. Vamos. Que Roma diga lo que quiera.
Paulino. — iCómo, señor!
Tito. — No sé lo que digo, Paulino. El exceso de dolor turba mi espíritu.
Paulino. — No desviéis el curso de vuestra fama. La noticia de vuestra separación se ha extendido. Roma, que gemía, triunfa con razón. Todos los templos abiertos, inciensan vuestro nombre, y el pueblo, elevando hasta las nubes vuestras virtudes, va coronando de laureles vuestras estatuas.
Tito. — iAh, Roma! iAh, Berenice! i Ah, príncipe desdichado! ¿Por qué soy emperador? ¿Por qué estoy enamorado?

ESCENA VII – TITO, ANTÍOCO, PAULINO, ARSACIO

Antíoco. — ¿Qué habéis hechos señor? La dulce Berenice, quizá va a expirar en los brazos de Fenicia. Ella no atiende a llantos, ni a consejos ni a razones. Implora a grandes gritos el veneno o el puñal. Sólo vos podéis arrancarla de ese propósito. Sólo vuestro nombre la retorna a la vida. Sus ojos, siempre vueltos hacia vuestro departamento, parecen llamaros a cada momento. Yo no puedo resistir más. Este espectáculo me mata. ¿Por qué tardáis? Id a mostraros ante su vista. Salvad tantas virtudes, tantas gracias, tanta belleza, señor, o renunciad a toda humanidad. Decid una palabra…
Tito. — iAy de mí! ¿Qué palabra puedo decir? Yo mismo, en este momento, ¿sé si respiro?

ESCENA VII – TITO, ANTÍOCO, PAULINO, ARSACIO, RUTILO

Rutilo. — Señor, todos los tribunos, los cónsules, el Senado, vienen a reclamaros en nombre de todo el Estado. El pueblo, impaciente, los sigue y pide vuestra presencia en vuestro departamento.
Tito. — iOs escucho, grandes dioses! iQueréis asegurar este corazón que veíais presto a extraviarse!
Paulino. — Venid, señor; pasemos a la cámara inmediata. Vamos a ver al Senado.
Antíoco. — iAh! iCorred a la reina!
Paulino. — iCómo! ¿Podríais, señor, por esta indignidad, pisotear la majestad del Imperio? Roma…
Tito. — Basta Paulino. Vamos a oírlos. (A Antíoco.) Príncipe, no puedo excusarme de este deber. Ver a la reina. Id; a mi regreso espero que ella ya no podrá dudar de mi amor (2).

ACTO QUINTO – ESCENA PRIMERA – ARSACIO

Arsacio. — ¿Dónde podré encontrar a ese príncipe demasiado leal? iCielos, guiad mis pasos, secundad mi celo; haced que en este momento pueda anunciarle una felicidad en la cual él ni siquiera osa pensar!

ESCENA II – ANTÍOCO, ARSACIO

Arsacio. — iAh! ¿Qué feliz destino os trae a estos lugares, señor?
Antíoco. — Si mi regreso te trae alguna alegría, Arsacio, atribúyelo sólo a mi desesperación. Arsacio. — La reina parte, señor.
Antíoco. — ¿Parte?
Arsacio. — Esta noche. Sus órdenes han sido dadas. Está ofendida de que Tito la haya dejado tanto tiempo abandonada a su dolor. Un generoso despecho ha sucedido al furor. Berenice renuncia a Roma y al emperador. Quiere marcharse antes de que Roma, enterada, pueda ver su desorden y gozar de su huida. Ha escrito al césar.
Antíoco. —¡Oh cielos! ¿Quién lo hubiese creído? ¿Y Tito?
Arsacio. — Tito no ha aparecido ante ella. El pueblo en sus transportes, le rodea y le detiene, aplaudiendo a los nombres que el Senado le otorga. Esos nombres, esos aplausos, esos homenajes, se convierten para Tito en otros tantos compromisos que, sujetándolo con honorificas cadenas, a pesar de los llantos de la reina y de todos sus suspiros, afirman sus indecisos deseos. Es un hecho; puede ser que no vuelva a verla más.
Antíoco. — ¡Cuántos motivos de esperanza, Arsacio! Lo confieso; pero tantas veces he visto fracasados todos mis proyectos por el sino cruel de mi fortuna, que escucho temeroso todo lo que me dices, y mi corazón, embargado de un importuno miedo, cree irritar a la suerte con la esperanza. Pero ¿qué veo? ¡Tito viene hacia nosotros! ¿Qué desea?

ESCENA III – TITO, ANTIOCO, ARSACIO, SÉQUITO

Tito (a su sequito). —Deteneos; que nadie me siga. (A Antíoco.) En fin, príncipe, vengo a retractarme de mi promesa. Berenice me preocupa y me aflige sin tregua. Con el corazón traspasado por vuestras lágrimas y las suyas, vengo a calmar amarguras menos crueles que las mías. Venid, príncipe, venid; quiero que, por última vez, veáis vos mismo si la amo.

ESCENA IV – ANTIOCO, ARSACIO

Antíoco. — ¡Cómo! ¿Es ésta la esperanza que me has dado? ¡Ya ves el triunfo que me esperaba! ¡Berenice partía justamente irritada! iY Tito la había abandonado para no volver a verla más! ¿Qué he hecho yo, grandes dioses? ¿Qué infortunado curso habéis destinado a mi funesta vida? Todos mis momentos no son más que un eterno vaivén del temor a la esperanza y de la esperanza a la rabia. iY aún respiro! iBerenice! iTito! iDioses crueles, no os reiréis más de mi llanto!

ESCENA V – TITO, BERENICE, FENICIA

Berenice. — No, no escucho nada. Estoy resuelta, quiero partir. ¿Por qué os presentáis ante mí? ¿Por qué venís aun a agriar mi desesperación? ¿No estáis contento? iNo quiero veros más! Tito. — Pero, por favor, escuchad
Berenice. — Ya no es tiempo.
Tito. — Una palabra, señora…
Berenice. — No.
Tito. — ¡En qué desesperación sume mi alma! Princesa mía, ¿de dónde viene ese cambio repentino?
Berenice. — Ya está hecho. Vos queréis que parta mañana, y yo estoy dispuesta a partir en seguida. Y parto.
Tito. — Quedaos.
Berenice. — ¡Ingrato! ¿Que me quede? ¿Para qué? ¿Para oír a un pueblo injurioso que hace resonar mí desgracia en todos estos lugares? ¿Es que no oís esa cruel alegría mientras yo sola me anego en lágrimas? ¿Qué crimen, qué ofensa ha podido animarlos? iAy, de mí! ¿Qué he hecho más que amaros demasiado?
Tito. — ¿Escucháis, señora, a una muchedumbre insensata?
Berenice. — No veo nada aquí que no me hiera. Toda este departamento preparado por vuestra solicitud; estos lugares, tanto tiempo testigos de mi amor, que parecían responderme siempre del vuestro; estos festones en donde nuestros nombres se enlazan, vienen a ofrecerse por doquier a mi triste mirada, y son otros tantos impostores que no puedo soportar. Vamos, Fenicia.
Tito. — iOh cielos, qué injusta sois!
Berenice. — Volved, volved a ese augusto Senado que acaba de aplaudir vuestra crueldad. Y bien, ¿lo habéis escuchado con placer? ¿Estáis plenamente satisfecho de vuestra gloria? ¿Habéis prometido olvidar bien mi recuerdo? Pero no es bastante expiar vuestros amores. ¿Ya habéis prometido odiarme siempre?
Tito. — No, no he prometido nada. iQue os odie yo! iQue yo pueda jamás olvidar a Berenice! iOh dioses! iEn qué momento su injusto rigor viene a afligir mi corazón con tan cruel suposición! Conocedme, señora, y de los cinco años pasados contad todos los momentos y todos los días en que con mis transportes y mis suspiro os he expresado los deseos de mi corazón. Pues este día lo sobrepasa todo. Confieso que jamás fuisteis amada con tanta ternura… y jamás…
Berenice. — Vos me aseguráis que me amáis, y, sin embargo, yo parto porque me lo ordenáis. iQué! ¿Tantos encantos encontráis en mi desesperación? ¿Teméis que mis ojos viertan pocas lágrimas? ¿De qué me sirve el inútil retorno de este corazón? iAh, cruel! iPor piedad, mostradme menos amor! No me recordéis una idea demasiado querida, y dejadme, al menos, partid persuadida de que, ya desterrada de vuestra alma en secreto, abandono a un ingrato que me abandona sin pena. (Tito lee una carta.) Me habéis arrebatado lo que acabo de escribir. Ved todo lo que deseo de vuestro amor. Leed, ingrato; leed y dejadme salir.
Tito. — No saldréis; no puedo consentirlo iVuestra partida no es más que una cruel estratagema! ¡Lo que buscáis es morir! ¡y de todo lo que amo no quedaría más que un triste recuerdo! Que busquen a Antíoco; que le hagan venir.

(Berenice se deja caer sobre un asiento.)

ESCENA VI – TITO, BERENICE

Tito. — Señora, es preciso haceros una verdadera confesión. Cuando afrontaba el terrible momento en que, apremiado por leyes de un austero deber, era preciso renunciar para siempre a veros; cuando preveía la proximidad de este triste adiós, mis temores, mis luchas, vuestras lágrimas y vuestros reproches, preparaba mi alma a todos los dolores que pueden hacer sentir las más grandes desgracias; pero de lo que yo presumía, he de decirlo, apenas había previsto una mínima parte. Creía mi virtud menos presta a sucumbir y siento vergüenza de la confusión en que he caído. He visto reunida ante mis ojos a Roma entera. El Senado me ha hablado; pero mi alma, abatida, escuchaba sin entender, y no le he dejado, como premio a tanta palabrería, más que un helado silencio. Roma nada sabe con certeza de vuestra suerte. Yo mismo, en todo momento, apenas recuerdo si soy emperador o si soy romano. He venido a veros sin saber mi designio. Mi amor me arrastraba, y he venido quizá para encontrarme a mí mismo y para reconocerme. ¿Qué he hallado? He visto la muerte pintada en vuestros ojos. He visto que dejáis estos lugares para buscarla. Ya es demasiado. Ante tan triste visión, mi dolor ha llegado al último extremo. Siento en mí todos los males que pueda sentir, ¡pero veo el camino por el cual debo salir! No esperéis que, abatido por tantas fatigas, enjugue vuestras lágrimas con un dichoso himeneo. Sea cual fuere el extremo al cual me hayáis reducido mi gloria inexorable me sigue siempre. Sin cesar presenta ante mi asombrada alma el Imperio incompatible con vuestro himeneo. Me dice que después del esplendor y de los pasos que he dado, ahora debo desposaros menos que nunca. Sí, señora; y menos aún deciros que por vos estoy dispuesto a abandonar el Imperio, de seguiros y de ir tan contento de mi yugo, a suspirar con vos al fin del universo. Vos misma enrojeceríais de mi cobarde conducta. Veríais a disgusto marchar en seguimiento vuestro a un emperador indigno, sin Imperio, sin corte; vil espectáculo de las debilidades del amor para la humanidad. Para salir de los tormentos en los cuales está presa mi alma, vos Io sabéis, hay una vía más noble. He aprendido, señora, este camino, enseñado por más de un héroe y por más de un romano. Cuando el exceso de desgracias han fatigado su perseverancia, todos han explicado esta continuidad en que la suerte se empeñaba en perseguirlos, como una orden secreta de no resistir más. Si vuestros llantos lastiman por más tiempo mi vista; si siempre os veo resuelta a morir, si he de temblar constantemente por vuestros días, si no me juráis respetar su curso, señora, otras lágrimas os aguardan. En el estado en que estoy, lo puedo todo y no respondo de que mi mano no ensangriente a vuestros ojos nuestra funesta despedida.
Berenice. — iAy, de mí!
Tito. — No, no Hay nada de lo que no sea capaz. Ved que desde ahora vos sois responsable de mi vida. Consideradlo bien, señora; y si os querido…

ESCENA VII – TITO, BERENICE, ANTIOCO

Tito. — Venid, príncipe, venid. Os he hecho buscar para que seáis testigo de mi debilidad. Ved si esto es amar con poca ternura. Juzgadnos.
Antíoco. — Lo creo todo, os conozco a ambos; pero conoced vos mismo a un príncipe desgraciado. Vos, señor, me habéis honrado con vuestra estima y yo puedo jurároslo aquí sin falsedad, que he disputado a vuestros más queridos amigos este honor; lo he disputado a expensas de mi sangre. A pesar mío, uno y otro me habéis confiado, la reina, su amor, y vos, señor, el vuestro. La reina, que me escucha, puede desaprobarme; me ha visto siempre loaros ardientemente, corresponder con solicitud a vuestras confidencias. Vos creéis deberme alguna gratitud, pero ¿podríais imaginar que en este momento fatal un amigo tan fiel fuese vuestro rival?
Tito. — ¿Mi rival?
Antíoco. — Ya es tiempo de que os lo declare. Sí, señor; he adorado siempre a Berenice. 100 veces he batallado por no amarla. No he podido olvidarla, aunque he permanecido callado. La lisonjera apariencia de vuestra mudanza me había dado hace poco una débil esperanza. Las lágrimas de la reina la han extinguido. Sus ojos, empañados, podía veros. Yo mismo, señor, he ido a llamaros. Habéis vuelto: Amáis y se os ama. Os habéis rendido; no me cabe duda. Haciendo una postrera prueba de mi valor, me he consultado por última vez. Acabo de apelar a toda mi razón; jamás me he sentido más enamorado. Hacen falta otros esfuerzos para romper tantos nudos. Nada más que expirando puedo destruirlos y… voy a ello. He aquí lo que quería deciros: Sí, señora, hacia vos he conducido mis pasos, lo he logrado y no me arrepiento. iQuiera el cielo volcar mil prosperidades sobre vuestras vidas, enlazadas la una con la otra! Yo conjuro a los dioses para que, si todavía os guardan un resto de cólera, descarguen todos los golpes que pudieran amenazar vida tan bella sobre estos desdichados días que os sacrifico. Berenice (levantándose). — ¡Deteneos, deteneos! príncipe demasiado generoso, ¡en qué extremos me ponéis los dos! Ya sea que os mire o que me encare con ella, no encuentro más que la imagen de la desesperación ante mí. No veo más que lágrimas, no oigo hablar más que de confusión, de horrores, de sangre pronta a verterse. (A Tito.) Mi corazón, señor, os es conocido, y puedo aseguraros de que nadie lo ha visto suspirar por el Imperio. La grandeza de los romanos, la púrpura de los césares, vos sabéis que jamás han atraído mis miradas. Yo amé, señor; amé y quise ser amada. Debo confesar que hoy me sentí alarmada. He creído que vuestro amor tocaba a su fin. Reconozco mi error y también que me amáis siempre. Vuestro corazón está turbado. He visto correr vuestras lágrimas. Berenice, señor, no merece tantas fatigas, ni que por vuestro amor, el desdichado universo, en el momento en que Tito atrae todos sus deseos y gusta de las primicias de vuestras virtudes, se vea, en un momento, arrebatar sus beneficios. Creo, desde hace cinco años hasta este último día, haberos demostrado un verdadero amor. No es eso todo; en este momento funesto quiero coronar el resto con un último esfuerzo. Viviré, seguiré vuestras terminantes órdenes. Adiós, señor, reinad; yo ya no os veré más. (A Antíoco.) Príncipe, después de esta despedida, juzgad vos mismo de que si consiento en abandonar al que amo, no es para escuchar otros deseos lejos de Roma. Vivid y haced un generoso esfuerzo. Tomad ejemplo de la conducta de Tito y de la mía. Le amo y le huyo. Tito me ama y me abandona. Llevad lejos de mí vuestros suspiros y vuestro acero. Adiós. Sirvamos los tres de ejemplo al universo de lo que puede encerrar de más tierno y desdichado esta dolorosa historia de amor. Todo está dispuesto. Me esperan. No sigáis mis pasos (A Tito.) Por última vez, señor, adiós.
Antíoco. — i Ay, de mí!

NOTAS

(1) En todas las ediciones anteriores a 1697, este último parlamento de Berenice ofrece algunas ligeras variantes.
(2) En la edición de 1671, o sea la primera de Berenice, se añadía una escena más a este cuarto acto, corriendo a cargo de Antíoco y Arsacio. Tal escena es muy breve, pues comprendo solamente un parlamento que consta de 16 versos que recita Antíoco. Y, desde luego, resulta innecesaria, y hasta inoportuna.

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